¿Para qué sirve el arte?
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¿Para qué sirve el arte?
Por
Vladimir Velázquez Matos.
Unas semanas atrás, cambiando los
canales de televisión en una de estas tranquilas y frescas noches de lluvia, me
topé en el dial con una película recién comenzada sobre la segunda guerra
mundial, pero cuyo tema más que enfocar la tragedia en sí del conflicto bélico
con sus cruentas batallas, sufrimiento abismal de las poblaciones desplazadas y
muertos a granel, narraba los hechos, verídicos según pude después comprobar,
de un grupo de individuos que, más que participar en el fuego entrecruzado de
los espacios ocupados, era rescatar, como misión, de cuanta obra de arte
estuviese escondida por los nazis en su expolio por todo el territorio europeo,
para posteriormente ser devueltas a los centros culturales y museos de sus
países de origen, creándose en el interín un esfuerzo logístico tan o más
inconmensurable que el de las mismas batalles que atentaron contra la libertad
y la vida en todo el orbe.
El filme titulado: “Monument men” y que
en español se le puso el de “Operación monumento”, escrito, dirigido y
protagonizado por el conocido actor George Clooney e interpretado por una
pléyade de excelentes actores como Matt Damon, Cate Blanchet, John Goodman,
entre otros, y que no tuvo mucha repercusión ni a nivel de crítica ni de
público, considerándose esta película una obra menor además de aburrida (no sé
por qué), me llamó poderosamente la atención desde el momento en que empecé a
seguir la trama porque es una historia paralela, de las muchas que hubo durante
aquel cataclismo universal, pues la guerra no sólo mata al hombre físico, aquel
que respira y camina, sino también su ente espiritual, el ser que sueña y crea
cosas bellas, borrando todo vestigio de su paso por sobre la faz de la tierra
(si no, mírese los casos de la destrucción de las ruinas de Palmira en Siria,
los museos y la gran biblioteca de Bagdad o los titánicos Budas de Afganistán,
por sólo mencionar unos pocos), tal como pude comprobar al ver un documental
que se transmitió poco después de la película, en donde ya se narraban los
hechos verídicos sin los afeites melodramáticos del cine, y en el que se
expresaba con mucha preocupación qué hubiera sucedido para la cultura y para la
humanidad en general, si todo aquel extraordinario acervo de más de mil años de
la historia del arte occidental, compuesto por obras maestras de los más
grandes genios de la pintura, la escultura, las artes gráficas, así como de
tanto incunable antiguo, de mobiliarios exquisitos de la nobleza y el clero,
además de piezas variopintas de incalculable valor, se hubiese destinado a las
llamas a la orden expresa del insaciable demonio nazi, como era la idea que se
tenía de saberse perdida la guerra (aunque según se estima, centenares de miles
de obras maestras jamás fueron recuperadas), y en el que se evidenció el más profundo
de los respetos y amor incondicional por parte de las innumerables personas que,
entre especialistas en historia de arte, restauradores, artistas, curadores,
profesores o simples voluntarios, se
empeñaron con tesón casi hercúleo en rescatar, clasificar y proteger bajo las
condiciones más inverosímiles y adversas, un patrimonio de más de seis millones
de obras de lo mejor y más valioso legado por el hombre a la posteridad.
Hago esta larga introducción, amable
lector, porque no pocas veces me pregunta algún curioso, a veces con un dejo de
ingenuidad, otras, con ignorancia a la vez que evidente cinismo: ¿para qué
sirve el arte?, a lo que yo simplemente respondo: “para nada y para todo”, y de
inmediato puntualizo: “para nada, porque el arte no produce insumos para
fabricar utensilios para el trabajo productivo, ni produce alimentos con qué
sustentarnos, ni sirve para organizarnos en algún partido político ni para nada
“útil” de lo que representa la vida práctica de cualquier ser viviente, pues
podemos seguir respirando, caminando y viviendo, tal y como lo hace cualquier
criatura de las que ladran, reptan o se reproducen en el planeta”. Y después digo enfáticamente: “para todo,
pues el arte nos ayuda a comprendernos mejor a nosotros mismos y nuestro rol en
el universo, contemplando y hurgando los entresijos de nuestra alma con el fin de
ser mejores personas; el arte, para sintetizar, busca cuestionar, poner patas
arriba, nuestras certezas existenciales, rebuscando en las pulsiones
profundamente escondidas del corazón humano, cristalizándose a través de un
medio de expresión afín a cada quien, es decir, a un lenguaje para el que
estamos inclinados o dotados, como lo puede ser la palabra escrita, la forma y
el color, o tal vez el sonido, buscando mancomunarnos hacia un valor
imponderable pero real que intenta llegar a esa verdad esencial que denominamos
belleza”.
¿Para qué sirve el arte?, pues para
vivir, para ser un ser humano completo, nos decía hace muchos años en sus
charlas magistrales de taller en Altos de Chavón el gran pintor argentino Pérez
Celis.
Y tal poder tiene el arte sobre el
individuo, como me comenta mi gran amigo y colega Alberto Bass, que cuando él era
apenas un muchacho de entre quince a dieciséis años en la ciudad de Nueva York,
le gustaba más, como chico al fin, andar con los panas de la calle y demás
grupos juveniles rivales para hacer deporte o discutir sobre cualquier
trivialidad, entrando en docenas conflictos territoriales contra otros grupos o
gangas los cuales no pocas veces dirimían sus diferencias en violentas peleas
que más o menos entre trompones, mordidas, patadas voladoras y botellazos,
llevaban a más de uno al hospital; en medio de ese mundo caótico de muchachos
sin norte a mediados de los años sesenta, insiste Alberto, un día entró por
casualidad en el museo de su propio barrio y, ¡oh sorpresa…!, se encontró con
todas esas maravillas de Sorolla, Mariano Fortuny y decenas de artistas
notables que él no sabía que existían, y tuvo una epifanía, una revelación: su
vida desde ese momento cambió para siempre y empezó a estudiar arte muy en
serio para hacerse pintor.
Historias en ese tenor se cuentan
por montones, de personas que por uno u otro motivo entraron sin querer en
contacto con el arte y, zas..! quedaron
prendados para siempre, como fue el caso de García Márquez cuando era estudiante
de derecho en Bogotá y le cayó en sus manos “La metamorfosis” de Kafka
(posteriormente le ocurriría lo mismo en México cuando leyó a Rulfo); o el de
Francois Trauffaut siendo niño y vio colado en el cine “El ciudadano Kane”, o
el del gran barítono norteamericano Robert Merrill, cuando siendo un joven
estibador que tenía que entregar un encargo a la Ópera Metropolitana de Nueva
York, al verse allí adentro rodeado de toda esa parafernalia teatral y de
muchos artistas, cantantes y músicos
ensayando, vio que su destino era ese.
¿Para qué sirve el arte? Creo que para muchas cosas, y que como toda
manifestación espiritual es un creador poderoso de identidad, de pertenencia, orgullo
hacia un pueblo equis o grupo humano, y eso lo podemos apreciar cuando vamos a
otros países en donde hay una promoción constante de sus grandes valores
artísticos e intelectuales, sin tener que irnos tan lejos, viéndolos alrededor
de nosotros, en Puerto Rico, en Cuba, en Venezuela, en Colombia, México, etc.,
en donde muchos de sus creadores plásticos, musicales, literarios y demás, son
orgullosamente una marca país, como un Arnaldo Roche Rabel, un René Portocarrero,
un Ernesto Lecuona, un Lezama Lima, un Wifredo Lam, una Teresa Carreño, un Jesús
Soto, un Cruz Diez, un Alfredo Sadel, un Uslar Pietri, un Botero, un Alejandro
Obregón, un Manzur, un Rivera, una Frida Kahlo, una María Félix, un Octavio Paz,
un Agustín Lara y una infinidad de nombres que llenarían montones de cuartillas.
Y tan poderosa es esa identificación
con tales valores de la propia cultura, y, por tanto, de la propia patria, que
para poner un ejemplo voy a contarles una historia ocurrida en Holanda, en el
Rijksmuseum de Amsterdam, en el año 1965, cuando un día cualquiera, un
perturbado mental con un cuchillo de carnicero en mano se abalanzó sobre la
joya más preciada de ese museo, la obra maestra de Rembrandt van Ryn: “La ronda
de noche”, y mutiló salvajemente una amplísima zona de la tela, creando tal
desasosiego y tristeza en la opinión pública, que prácticamente hubo duelo
nacional. Cuando se decidió la restauración
y los expertos que iban a participar en la misma, la ciudadanía holandesa
exigió al gobierno que se publicase punto por punto lo que se iba a realizar,
que la televisión transmitiese todos los pormenores de su restauración, y que
en el lugar en el cual se había estipulado a realizarse se construyese una
especie de módulo transparente en donde todo el público pudiese pasar y ver
desde fuera, con sus propios ojos, todo el proceso de restauración hasta
culminar el mismo. Cuando hoy uno se
apersona a este bello museo, las personas que guían a los turistas para
contemplar esta pintura, hacen una profunda y respetuosa reverencia ante esa
monumental obra maestra.
¿Qué hace el arte en la mente de los
individuos? ¿Qué poder tiene para
absorberlos de tal manera hasta cambiar su propia vida? Creo que ese es su misterio más profundo,
pero es un hecho concreto bastante bien estudiado estadísticamente que cuando
hay un aporte por parte del sector público y/o privado para el desarrollo de
las artes y de la cultura en la juventud, son muchos quienes se alejan de los
vicios convirtiéndose en individuos más productivos para la sociedad, habiendo
una mayor integración con sus comunidades, a la vez que se convierten en
canales en donde otros jóvenes los ven como un ejemplo a seguir, amén de que
empiezan a generar con sus disciplinas artísticas emolumentos que vienen a
dinamizar la economía (claro, que no a corto plazo); verbigracia de lo que
estoy diciendo porque es un fenómeno mundial, es el sistema de orquestas
sinfónicas venezolano creado por el maestro José Antonio Abreu, que ha sacado a
más de trescientos mil niños de las calles y les ha dado una profesión digna y
maravillosa.
En mi primer viaje a Cuba hace
muchos años, recuerdo que caminaba por una zona céntrica de la Habana, cerca de
El Paseo del Prado, y pude contemplar un edificio que, aunque muy ajado por el
tiempo, era de una belleza arquitectónica casi apabullante; su diseño estaba
concebido dentro de los cánones del estilo art decó, y aunque no era un
edificio muy alto (quizás menos de diez
pisos) me llamó poderosamente la atención, tanto, que pensé serviría para una
película de época a lo Gran Gastby; después de mucho rato mirándolo solazado desde
un banco cercano, me atreví a acercarme a una señora que, con uniforme de
milicia, parecía vigilar el entorno –creo que era policía-, y me dije a mí
mismo: “déjame ver si es verdad que los cubanos son sabelotodo”. Cuando le pregunté qué era ese edificio y
cómo se llamaba, la señora no sólo me dio esos datos, sino que me contó la
historia completa con todos los pormenores del mismo y de la zona hasta el
presente. Me quedé con la boca abierta.
Para concluir, y siento que es parte
del tema de para qué sirve el arte, rememoro esta triste y verídica anécdota
ocurrida hace poco menos de diez años en nuestro país, cuando al afán megalomaníaco-liliputiense
de tala indiscriminada y siembra de nuevos árboles (las famosas palmitas que se
secaron en su gran mayoría al ser transplantadas) por parte de la autoridad edilicia
en la ciudad capital, en la isleta perteneciente a la intercepción de las
avenidas Abraham Lincoln con José Contreras, mientras tumbaban todos esos
vetustos y frondosos árboles y destrozaban el pavimento de las aceras de esa
estructura, alguien (…), o algunos (…), no sé, sin percatarse de lo que hacían,
lanzaron dentro del gran promontorio conformado por los desperdicios vegetales
y todos los escombros de la demolición, una figura escultórica en bronce, y
justo en ese momento, como por una de esas casualidades del destino, un
ciudadano que cruzaba por allí entre perplejo y escandalizado ante tal
atropello dio aviso inmediato a toda la prensa para que esta se hiciera eco de tan
tamaña barbaridad. Se trataba del
artista plástico y amigo Raúl Recio, que ponía voz de alerta a la sociedad,
pues una de sus obras capitales: “Uno de los tantos” de un artista precursor de
nuestra plástica nacional como lo fue Abelardo Rodríguez Urdaneta, había sido
arrumbada a la vez que maltratada como fierro viejo pa´l vertedero, como
decimos aquí, quedando patente, por desgracia, ese viejo dicho de nuestros
abuelos: “No se ama lo que no se conoce ni mucho menos lo que no se entiende”.
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