"El Rinoceronte de Durero"


El Rinoceronte de Durero

"El Rinoceronte de Durero"

Conferencia dictada por Vladimir Velázquez en el Museo de Arte Moderno de La República Dominicana
el 16 de octubre del 2009
Buenas noches damas y caballeros, a todo el amable público presente; deseo agradecer a la dirección de esta entidad, el Museo de Arte Moderno (MAM), en nombre de su incumbente principal, la licenciada María Elena Ditrén, y de su equipo que han hecho posible tanto el evento que en este momento se desarrolla y por el que estamos reunidos aquí: la XXV Bienal Nacional de Artes Visuales, al igual que estos conversatorios y charlas que se han estado presentando en torno al mismo, para tratar una serie de aspectos relevantes acerca del arte contemporáneo en nuestro país, y muy en particular, el de la problemática y cuestionamientos críticos que suscitan las diversas ediciones de la bienal, situación esta que ha llevado a un profundo desconcierto tanto a los artistas participantes como a los críticos serios y al público en sentido en general, por lo que intentaré en esta charla brindar una opinión muy personal, pero eso sí, bien objetiva, de las gravísimas lacras de las cuales adolece, y que sólo podremos superar con una buena dosis de seriedad, fuerza de voluntad y una inconmensurable devoción y respeto hacia las grandes y genuinas expresiones artísticas.
Las palabras que en breve van a escuchar de este humilde servidor, no son nuevas ni mucho menos originales; otros con más autoridad y formación que yo han emitido juicios que son definitivos en cuanto a la aludida problemática del arte moderno. Pero como se me ha dado la oportunidad de hablar ante ustedes, lo recalco nueva vez a modo de persistente gota, gota que minuto tras minuto, hora tras hora, año tras año, horada la durísima piedra, imagen esta que nos enseña cómo la constancia en un objetivo claro vence hasta la misma adversidad, representada en este caso por el casi totalmente yermo y frustratorio panorama que tenemos ante nuestros ojos en el plano cultural y de las bellas artes en este país, y muy particularmente, por lo que atañe al quehacer plástico y de las artes visuales, cuestión en la que debemos insistir a fin de que se nos escuche con atención, principalmente a todos los artistas visuales, y se cambie el equivocado rumbo que nos está llevando al borde de un profundo y mortal abismo.


Por otra parte, amable público, voy a evitar por todos los medios a mi alcance hablarles con la terminología abstrusa, rebuscada e incomprensible con la suelen hablar o escribir los “expertos”, y esto lo digo para desgracia y frustración de esos mismos “especialistas” que gustan nadar en esa retórica críptica, que sólo satisface a un puñado de “presuntuosos snobs”, lenguaje llano el que emplearé a favor, empero, de la comprensión de todos los aquí presentes, que somos la mayoría conformada por gente común y normal, y esto lo hago por dos razones básicas: primero, porque el mundo está lleno de demasiada teoría y prosopopeya hiperracional a las que no le cuadra una expresión espiritual que apela fundamentalmente a los sentidos como es el caso del arte; segundo, porque al no ser quien les habla ni un teórico ni un curador de la ralea que acabo de mencionar –¡gracias le doy a Dios!- y sí un artista plástico, un dibujante que, quien me conoce, sabe que soy un enamorado de mi oficio, además estudioso serio y consecuente de la técnica y de los referentes de mi arte, por tal motivo, no me agrada que nadie, por muchas licenciaturas, diplomados y Ph.Ds que ostente, me venga con cuentos chinos o de indios y espejitos ni con un fárrago de ideas altisonantes pero total y absolutamente falsas de lo que debe ser un artista y su obra, ya que para mí como para cualquiera de ustedes, lo que importa no sólo es el placer de poder producir un dibujo o un cuadro con todas las de la ley, sino el lograr contemplar y gozar de cerca y en la quietud de una silenciosa sala de un museo o una galería, las obras maestras de los grandes creadores universales, lejos de toda esa cháchara aletargante y jactanciosa con que un círculo de petulantes charlatanes nos quiere hacer ver lo que no existe.
Cuando se me invitó a dar esta charla a través de mi buen amigo y colega Hilario Olivo bajo el auspicio del Colegio Dominicano de Artistas Plásticos (CODAP), acepté de inmediato consciente de la oportunidad que se me brindaba de exponer sin ambages mis inquietudes acerca de los estragos que sobre unas cuantas vertientes del arte contemporáneo ha ocasionado un grupo malsano a fuerza de sofismas, lo que ha llevado al descrédito absoluto al más importante evento de las artes visuales a nivel nacional. Sin embargo, junto a la invitación se me pidió también, de manera inmediata el título para esta charla, cosa que, por cierto, me limitó un poco el campo de acción, porque de la invitación que me facilitó el CODAP al día de hoy han pasado más de seis meses y no se tenía entonces ni la más remota idea de lo que iba a ocurrir, sobre todo en esa tortuosa fase pletórica de tropiezos e intereses sórdidos encontrados como lo son la selección y posterior premiación, ni si se había aprendido alguna lección de que dejó la mal recordada edición pasada, ni si realmente, la Bienal Nacional iba, cual ave Fénix, a resurgir de sus propias cenizas, volviendo a ser el gran referente cultural que alguna vez fue, y no “esto”, que cualquiera con ojos en la cara puede apreciar por sí mismo…(¿?), comprobando ahora, después del fiasco, que si me hubiesen dado la oportunidad de ponerle un título a esta charla días después de la inauguración o en este preciso momento, barajaría entre varios que ahora se me ocurren, como podrían ser: “La muerte de la gallina de los huevos de oro”, “Arte invisible”, “Los engaña bobos” o “Bienal de la Internet”, entre otros, pero como ello no es posible, y siendo como soy, coherente y consecuente conmigo mismo y mis compromisos, he decidido dejar el título tal como está: “El rinoceronte de Durero”, un título que si bien se presta más para un bello y bien documentado ensayo en torno a la historia de la gráfica en occidente, lo voy a aprovechar para tratar de explicar lo desorientados que andamos al querer emular los dulcísimos pero envenenados caramelos que un sector lacayo de la crítica, con preceptos total y maliciosamente espúreos e importados directamente de las metrópolis y franquicias culturales de este momento de salvaje e inhumana globalización, pretenden hacernos tragar con la ayuda de una palabra clave y sagrada ante la que todo el mundo se inclina, a excepción, claro está, de quien no camina dentro de esa senda por la que transitan los vanos oportunistas (como es mi caso personal y el de otros que hace tiempo nos dejamos de chupar los dedos); esa palabra es: “CONTEMPORANEIDAD”, la cual, como ensalmo mágico, sirve de patente de corso para realzar tanto al artista malo pero artificialmente archifamoso, como a su mediocre e hiperinflada producción.
Ahora, sin más preámbulos, daré paso al tema por el que todos ustedes, amable público, están aquí presentes esta noche: “El rinoceronte de Durero”.
Existe un fabuloso cuadro de Paul Gauguin cuyo título son las tres preguntas fundamentales del hombre: “¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos?” que bien pudiéramos replantear parafraseándolo: “¿Cómo surge la vocación del artista? ¿Para qué sirve su oficio? ¿Hacia quién va destinada su obra?” A la que yo agregaría una cuarta “¿Se valoriza hoy real y efectivamente ese quehacer?” Y eso es lo que intentaré, con mis claras limitaciones, responder.
Toda pasión, todo amor hacia algo: un objeto, un recuerdo grato, una persona; esa fascinación que no permite apartar nuestros pensamientos de ese motivo dado, tiene no pocas veces un inicio temprano en nuestras vidas.
En materia artística también todo comienza temprano, no necesariamente la habilidad hacia una expresión en particular, sino en una sensibilidad especial hacia las cosas que nos circundan o conforman eso que llamamos nuestro mundo.
El niño, curioso, se deja llevar lejos, y todo el universo evocado desde el interior de su inocente fantasía juguetea deliciosamente con la infinidad de formas armoniosas que se conjugan en la configuración de las nubes: ora como un pájaro gigante presto a llevárselo lejos, ora un elefante extendiendo su larga trompa para mojarlo, ora montado en un gran bergantín desplegando su estupendo velamen al viento. Pero igualmente la fantasía de ese mismo niño queda extasiada ante la infinidad de manchas que forman el musgo y los líquenes en las rocas marinas, o en la bella y armoniosa estructura que dibuja la nervadura de una hoja cualquiera, o quizás, en el leve y acariciante sonido del viento a través de las ramas de los árboles, y en una de ellas, el melodioso canto de un ave que atrae toda su atención al dar de comer a sus polluelos, así también queda extasiado su pensamiento al escuchar las deliciosas e irresistibles historias que cuentan una y otra vez madres y abuelas; todas cosas sencillas, cotidianas, que prenden en esa fogosa e incansable imaginación lanzada hacia miles de mundos posibles; imaginación que cuando es estimulada por sus mayores potencian un cúmulo de dones que, cual mariposas salidas de sus leves crisálidas, vuelan en pos de su vocación sin que ningún viento o turbulencia les hagan cambiar su rumbo.
Así, con este asombro ante el mundo, con esta curiosidad iluminada, empieza a fraguar una sensibilidad, la cual va inclinándose hacia algo que puede estar orientado al mundo de los sonidos y el tiempo, al de las imágenes y emociones que evoca la palabra, al del movimiento armonioso y gesto galante que la expresión corporal configura en danza, o al de los colores y las formas de nuestros más preciados sueños, los cuales no necesariamente nos convertirán en un creador o un artista, sino que bien pueden llevarnos a estudiar las artes de manera teórica, o quizás, porqué no, a ser simplemente “el público”, pero un público bastante conocedor, el destinatario al cual va el producto final y que disfruta, vive y ama estas manifestaciones artísticas como parte inalienable de su patrimonio espiritual y cultural, porque el universo no es avaro y a todo el mundo le toca algo de estos dones sensibles, ya sea para darlos o bien para recibirlos y apreciarlos.

A veces ocurre, principalmente a los pintores bisoños, que cuando descubren un personaje que les apasiona, que puede ser de una historieta o de la televisión, comienzan a dibujarlo o pintarlo con obsesiva devoción en todas las posturas y posiciones imaginables, transformándolo en el héroe de sus temas, representación que suele tomar más espacio en sus mascotas que los mismos deberes de la escuela o, para dolor de cabeza de sus padres, pasan de la mascota a las paredes de la casa.
Fue lo que ocurrió en el caso personal de quien les habla, como quizás le haya sucedido a cualquiera de ustedes; primero me llamaron la atención algunas criaturas fantásticas o dinosaurios del espacio, los cuales veía en algunas películas y series de televisión, además de los superhéroes que luchaban contra ellos: Supermán, Ultramán, Linterna Verde o el Capitán escarlata, entre muchísimos personajes que entonces existían, hasta que un buen día, en mi escuela, todo cambió, y fue cuando descubrí una imagen de una lámina desplegable que habían colgado en el pizarrón de un curso contiguo al mío: era la figura de una criatura acorazada de patas poderosas y escamadas y de una enorme cabeza que terminaba en un afilado cuerno sobre la parte superior de su hocico. Recuerdo que con dificultad (tenía seis años) pude leer la leyenda que rezaba en su encabezado: “Ri-no-ce-ron-te se-gún Du-re-ro”. Quedé literalmente fascinado ante aquella bestia única y fabulosa, que creía en mi inocencia y proverbial ignorancia de esos años llamarse así, rinoceronte según Durero, como si se tratase de una especie única bautizada de esa manera, la cual vino a liderar mi bestiario y a sustituir a mi monstruo favorito de entonces, el temible Tiranosaurio Rex, muchísimos años antes de que Spielberg se destapara con todos sus lagartos jurásicos.

Tiempo después, no lo voy a negar, sufrí una decepción al ver algunas películas de la selva con Tarzán, el rey de los monos, o cuando fui al zoológico allá en Venezuela, país donde vivía cuando era niño, percatándome que los rinocerontes reales no eran para nada similares a mi criatura descubierta en la lámina de la escuela, salvo por el cuerno que tenía en el hocico.
Al pasar de los años, persistía mi amada criatura flotando por ahí, en ese lugar ignoto en donde se fragua la materia de los sueños y la fantasía, y siempre ha estado tan pero tan presente en mi pensamiento, que lo tengo materializado ahora mismo mientras converso con ustedes, confesándoles que fue en mi mocedad, al comenzar a interesarme con seriedad por el arte, cuando un día cayó por casualidad en mis manos un libro ilustrado del insigne maestro alemán, en donde apareció mi anhelada criatura otra vez, descubriendo yo que no era una especie denominada “Durero”, sino el nombre de su autor que lo representó con su extraordinaria visión artística.

Ya un poco mayor y mucho menos “naif”, naturalmente, al ingresar a la universidad, un buen amigo y come libros empedernido me prestó una maravillosa monografía que nunca le devolví de Alberto Durero, la monumental versión de Irwin Panofsky, y quedé completamente anonadado ante la vida y obra de este titán transalpino del Renacimiento, una expresión, la de su arte, tan grande y trascendente como los logros y grandes triunfos que alcanzaron sus insignes contemporáneos meridionales: Leonardo, Miguel Ángel y Rafael, cosa esta que hizo que de inmediato lo convirtiera en mi héroe artístico y modelo a seguir.
Pero lo que más me llamó la atención de aquel texto tan riguroso, apasionante y bien escrito, es lo que refiere Panofsky respecto al célebre rinoceronte; dice: “En 1515 el rey Manuel I de Portugal manda a embarcar en Lisboa a un elefante y un rinoceronte, animales que quería regalar al papa León X. En el trayecto, el barco naufraga y los animales perecen. Es totalmente seguro que Durero no vio al paquidermo, y su dibujo lo hizo apoyado en informes orales o escritos ajenos. Así se explican las divergencias anatómicas del animal”.
Y zas! como un rayo estelar que me fulminase de manera instantánea, mi mente se iluminó aclarando el misterio del porqué esta fascinante criatura era tan diferente de sus vulgares congéneres del mundo real, revelándome este descubrimiento algo muy importante en Arte, lo que para mí es fundamental en esta bella disciplina del espíritu humano, y esa revelación, esa verdad absoluta que hoy los mercaderes de la mentira y el oportunismo disfrazados de especialistas en arte tratan de tergiversar sin lograrlo, esa verdad se denomina : “El reino de la creatividad y la imaginación”.
Durero llenó y trazó con belleza lo que no sabía ni había visto con sus propios ojos, pero sí con los de su mente y su corazón, y a partir de ahí creó una representación modélica, ideal, de aquel animal, y hoy, en pleno siglo XXI, aún nos seguimos asombrando ante la tremenda sensibilidad y poder imaginativo que un artista supremo como él supo explayar para el disfrute y enaltecimiento espiritual de todas las generaciones en esta dimensión material.

Y esta apreciación del don imaginativo no es algo que me he inventado para sustentar mi tesis en esta charla con ustedes, estimados amigos, sino que era compartida por uno de los grandes del pensamiento estético y el estudio de la historia del arte, el profesor Ernst Gombrich, quien decía: “La imaginación es el don más maravilloso pues con el se equilibran formas y colores hasta dar en lo justo, y lo que es más raro aún, ese don está dotado de un carácter que nunca se satisface con soluciones a medias, sino que indica su predisposición a renunciar a los efectos fáciles, a todo lo superficial a favor del esfuerzo y la agonía de la obra sincera”.
Este principio es consustancial a todas las bellas artes, inclusive en las disciplinas expresivas surgidas de la tecnología moderna como lo son el cine o el videoarte, en los cuales los principios de equilibrio y armonía siguen siendo fundamentos sólidos que hay que conocer y, más aún, manejar.

Todo lo que se ha producido en Arte con mayúsculas, desde los artilugios rupestres hasta las creaciones actuales, es una pura y exclusiva invención de los artistas, individuos estos que sólo buscan canalizar una serie de pulsiones íntimas e inefables a través de sus respectivos lenguajes expresivos. Los más humildes mortales podemos sentir estos estremecimientos anímicos del alma, pero son los grandes artistas quienes saben materializar ese oscuro y recóndito laberinto de la psiquis plasmándolo en obras, las cuales atisban insondables abismos de la conciencia que denominan algunas escuelas esotéricas y psicológicas “el inconsciente colectivo”, cúmulo de ideas, afectos y repulsiones comunes que nos hermanan como especie, presente en cada cultura, en cada época y lugar. Expresión comparable, aunque no igual, al estremecimiento religioso, religioso en el más amplio sentido etimológico de la palabra, esto es, de religar, atar, unir todos los eslabones de nuestro ser con lo que suponemos es la conciencia primigenia, la idea de Dios, no importa si se es o no creyente, humilde o encumbrado, santo o pecador, porque lo que se busca es un sentido ante la angustia con que nos golpea el ensueño de la nada, de la muerte, a fin de compartir ese fruto emanado en la alucinada desazón o la efímera felicidad que la imaginación creativa brinda a los demás seres pensantes y sintientes, en orden a revelar la verdad última de nuestra condición de frágiles crisálidas temporales: consumada levedad o tenue suspiro enfrentado a la perenne indiferencia de la soledad cósmica.

Y si bien ha habido diversidad de escuelas, innumerables reglas y estilos bien diferenciados, me atrevo a decir que lo que hace tan importante a un movimiento, período o artista en particular es lo que he afirmado: el haber dado vida a un producto único y exclusivo de la propia imaginación, alimentada, por supuesto, en el autoconocimiento y en el manejo diestro del oficio, aunque por ello tuviese que romper con la tradición al verse colmada la pericia del artista de lo que le va dictando la propia obra, aunque por ello se viese obligado a transgredir los principios hasta entonces erigido en axiomas pero que ya no tienen validez para lo que el artista configura con tesón a través de las propias manos y de la mente; y es que dicha imaginación no es más que la libertad de pensamiento creativo, actitud sin ataduras o capacidad de soñar con independencia para volar hasta donde lo lleven sus más caras ilusiones, ilusiones que buscan colmar una necesidad básica en el ser humano y en todo empeño artístico, esto es, “la aspiración esencial de la belleza como verdad”.

En este caso la máxima picassiana nos puede iluminar provechosamente con aquello del “saber construir para luego poder deconstruir”, puesto que para abrir nuevas sendas creativas, nuevos lenguajes y conceptos, se debe conocer el alfa y el omega al derecho y al revés de eso que se suele denominar “la cocina pictórica”, pues de lo contrario sólo se producen olímpicas chapuzas, los horrendos mamarrachos y demás tonterías parvularias realizados por timadores: esperpentos de mal gusto de todos los colores y dimensiones que, paradójicamente, se han levantado sobre altares inconcebibles de idolatría en estos tiempos de malsanos relativismos.


Con esto llegamos a la conclusión de que la imaginación creativa unida al conocimiento técnico, o el oficio puesto al servicio de la sensibilidad, proporcionan las herramientas esenciales de quien aspira con seriedad a alcanzar la excelencia en los lenguajes artísticos.
Personalidades descollantes como la trimurti de lo más excelso del Cinquecento italiano: Leonardo, Miguel Ángel y Rafael, así como los grandes contemporáneos y coterráneos del autor del rinoceronte que lleva por título esta charla, como el soñador de imágenes terroríficas pero siempre fascinantes Mathías Grünewald, y el cortesano que gustaba filosofar con retratos dobles (“Los embajadores”) Hans Holbein; o los flamencos Jan Van Eyck, Pieter Brueghel el viejo, o el misterio del Bosco, quien une su cínica visión del hombre media centuria después al tenebrista Michelangelo Merisi da Caravagio, que abrió una amplia senda a las profundidades abisales del alma de un Rembrandt, a la práctica alquímica del Velázquez de las meninas, y al gran retratista de mártires y santos Zurbarán; o desde la bella y cálida luz veneciana se hermanan dos colosos del color: Tiziano y Tintoreto para dar paso a un artista de iconos griego que luego se hizo toledano: el Greco era llamado y pintar imágenes de otro mundo fue su gran logro, cosa que lo emparentó en otra época y circunstancia con las visiones místicas y los versos reveladores de William Blake, al que por un misterioso fenómeno de sincronicidad le acompañó en extrañas visiones premonitorias el genial sordo de Goya con su pintura negra, viva manifestación de un período de eclosión del sentimiento y la libertad espiritual denominado romanticismo al que pertenecieron tres poderosos visionarios: Caspar David Friedrich y su éxtasis panteísta, y las turbulencias cromáticas de un Theodoro Gericault y un Eugene Delacroix, amigo y mentor este último del samanense Chasserieau. De ahí a un simple paso, se toman las manos encallecidas de esfuerzo y dolor los campesinos y trabajadores de Courbet y Millet, y continúa en marcha la gran revolución del tema y el color de los impresionistas, quienes pintan bellas melodías cromáticas que, con Monet a la cabeza, danzan en su estanque de nenúfares en Giverny; sin embargo, esa danza no se detiene allí, y usa la armonía de la exquisita paleta de Degas quien se deleita en las gráciles figuras enfundadas en tutús, o acaso en las ocasionales damiselas conquistadoras de caballeros en “Le moulin de la gallette” de Renoir, motivo que quizás también sirviera de marco temático para que el corto de tamaño pero inconmensurable en talento de Toulousse Lautrec, eternizara esas mismas damas y seres de poca monta en sus atrevidas y siempre modernas pinturas; modernidad que obligó a un genial loco a internarse en los campos de trigo de Arlés, con sus típicos molinos de viento y puentes levadizos, y así pintar luminosos girasoles, uno de ellos obsequiado a otro también loco, además de genial, que tras cortarse el primero la oreja, no le importó al segundo abandonarlo y huir al más apartado rincón de los mares del Pacífico, pereciendo miserablemente de sífilis en la búsqueda de la esencia del arte primitivo, búsqueda titánica que le abrió paso a todo el arte moderno.
Van Gogh y Gauguin, dos figuras excéntricas cuya ola energética empujó a otro no menos genial contemporáneo, quien fue el sujeto que sirvió de puente a otra revolución en el momento de las revoluciones: Paul Cezanme y su incesante búsqueda de la simplificación de los elementos en el espacio pictórico, entregando como relevo la tea a un rebelde joven español que pintaba en París unas putas con rostros de fieras máscaras primitivas, y cuya absoluta dedicación lo llevó a cambiar el arte para siempre con el grito más estremecedor que toda la pintura del siglo XX recuerde: “El Guernica”; y así Picasso, con el eco producido por ese temible grito, hizo reverberar a todo un universo de ismos tan avasallante y rico que siguen repercutiendo hasta el día de hoy, con nombres clave para la cultura universal como lo son Braque, Matisse, De Chirico, Modigliani, Ernst, Dalí, Magritte, Rivera, Lam, Siqueiros, Reverón, Tamayo, Bacon, Hockney, o los grandes maestros dominicanos tales como Jaime Colson, Paul Giudicelli, Eligio Pichardo, Iván Tovar, Fernando Peña Defilló, Ramón Oviedo o Domingo Liz, una lista tan grande que, por un asunto de tiempo y para no cansarlos a ustedes, amable público, no es posible seguir incluyendo, pero que son un ejemplo irrefutable, totalmente “irrebatible”, de lo que he tratado de expresar hasta ahora, esto es, el valor del don creativo, ese producto de la imaginación que unido al esfuerzo tesonero en el oficio artístico, es lo único que puede producir creadores y obras maestras de semejante talla, no como la aberrante que estos tiempos propone, ni los premios de aposento arreglados de ante mano: porque no hay otro secreto para alcanzar la excelencia en el lenguaje de la plástica, no hay otro camino más que la dedicación absoluta al trabajo; y parafraseando a un agorero estribillo de Poe, diría: “Sólo es eso y nada más”.

No es un secreto para nadie, sobre todo para quienes nos fiamos más de los privilegios de la vista que de las opiniones ajenas, cosa que he escrito y reiterado en no pocos artículos y comentarios a lo largo de estos años, que todo este facilismo técnico y conceptual, o más bien, carencia absoluta de criterio, conocimiento y seriedad ha llegado a niveles tan grotescos de perversión, que toda apreciación y gusto se han maleado rebajándose a puro morbo y sensacionalismo de un público que, acéfalo, ha sido enseñado a medrar en el presencialismo que tanto necesita el mercado sólo para “comprar y pagar ($)” las mil y una ofertas aparentemente interesantes pero que no lo son, en donde mansos y cimarrones se confunden en un mismo y grisáceo tono, y en donde es lo mismo ser honrado que ladrón, o un burro que un gran profesor como nos lo enseñó Discépolo en su tango, fango que los bien remunerados del sistema denominan con gran elocuencia: “Posmodernidad”, desde la que postulan sus falacias a adormecidas mentes que bailan al compás de la descomunal fanfarria de lo todo válido, de lo todo relativo, del todo depende del cristal con que se mire, y henos aquí entonces convertidos en espectadores de primera fila del desmoronamiento no sólo de una sociedad que se mueve sin valores, sin principios, sin objetivos claros ante el desastre, sino que tampoco advertimos que para colmo de males es toda una civilización la que se desmorona a consecuencia del hedonismo imperante, la despreocupación ante problemas acuciantes como la degradación medioambiental, la falta absoluta de solidaridad ante los miles de millones que sufren de todo tipo de carencias básicas, la permisividad frente a aberraciones tales como la pedofilia o el tráfico de seres humanos, de armas, o la droga que todo lo permea y pudre, civilización que tiene al consumismo como la meta suprema a la que exclusivamente debe aspirar el hombre, situación la descrita que se traduce en una palabra clave, “mundo light”: el mundo ausente de valores.
“No hay verdadero progreso humano si este no se desarrolla con un fondo moral”, señala el psiquiatra español Enrique Rojas en su obra: “El hombre Light”, y agrega: “En las sociedades actuales emergen intereses miniaturizados, grupos pequeños que provocan una sorpresa en dicho conglomerado y que, más tarde, se deslizan hacia una indiferencia relajada, una mezcla de insensibilidad fría, escéptica, desapasionada y cruel que, antes o después, aterrizará en el vacío; se ha dicho que la época posmoderna es una etapa marcada por la desustancialización, impregnada, precisamente, de la lógica del vacío”.

Por tanto, todo se reduce a posturas más o menos aceptables, más o menos creíbles, a la adopción de la actitud ante el peligro que asume el avestruz con su minúscula y tonta cabeza enterrada en cualquier hoyo del camino, recostados en el clásico laissez faire - laissez passer hoy tan en boga cosa de que nuestras conciencias sigan adormecidas, tranquilas, exentas de agitación o remordimientos.
Es por ello que se ha reducido al arte a ser un objeto de cambio, una mercadería cualquiera que entra en el engranaje de la oferta y de la demanda, al que aplican las mismas herramientas mercadológicas y publicitarias globalizadas de un shampú, una cajetilla de cigarrillos o un hamburger, mecanismos que nada tienen que ver con el arte en sí, es decir, como suprema manifestación del espíritu para comunicar ideas trascendentes y emociones que hermanen al ser humano induciéndolo a superarse. Así tratado el arte se banaliza, se cualquieriza y entra en la correa de producción que cual hoyo negro cósmico, lo engulle todo, habida cuenta de que es imperativo manufacturar equis productos de consumo e inventarse la necesidad a fin de que dicha maquinaria voraz e inhumana no se detenga, no colapse la producción ni sufra el más mínimo desajuste en el sistema de la línea de montaje, so pena de que un grupo de comerciantes insensibles e inescrupulosos no puedan seguir haciéndose más y más ricos a costa del engaño con artículos desvirtuados y sin ningún valor: simple artesanía de la más paupérrima calidad que se vende como si fuesen piezas únicas e irrepetibles producto de la inspiración y del trabajo serio.

Así los productos artísticos se masifican, se vulgarizan perdiendo su esencia, su original espíritu en un idéntico proceso de ideación y manufactura, homogeneizado que tiene lugar en todos los pueblos ya globalizados tras un efectivo proceso de mímesis y colectivo lavado cerebral.
Es por ello que las manifestaciones que hoy se denominan artísticas de esta contemporaneidad globalizada tienen un sello común: no se diferencian unas de otras; los artistas de latitudes opuestas, posicionados en las mismas antípodas, se parecen en sus propuestas tanto como dos gotas de agua, y una realidad que responde a una idiosincrasia equis tiene su sosías o su gemelo idéntico en otra parte del mundo en donde las necesidades y costumbres son absolutamente disímiles. Los directores de museos, críticos y curadores, y no los artistas sujetos a las veleidades y caprichos de los primeros, son los responsables de que esto suceda, empujando las tendencias imperantes a un cosmopolitismo forzado, son los que los manipulan en base a la estandarización de los patrones mentales y culturales, todo ello en desmedro de los grandes referentes culturales y artísticos de cada pueblo particular, referentes estos que se quedan sin relevos, totalmente truncos al dejarse cautivar generaciones por la ambrosía de paja y baba de tanto necio grupúsculo que, entronizados como los herederos absolutos de la razón, sólo buscan regodear su ego en un fatuo protagonismo, cuando no, en una absurda actitud de revanchismo frente a quienes les señalan concretamente sus yerros.
Con esto no quiero decir que esté en contra de una visión cosmopolita y a favor de un aldeanismo retrógrado o que crea en las bondades de un nacionalismo trasnochado; no, nada de eso, sino que como bien señala en un interesante ensayo Fernando de Szyszlo en torno a lo de ser auténticos en el arte, ambas visiones son las dos caras opuestas de una misma moneda, una, el cosmopolitismo, en la que se quiere volar tan alto que nos perdemos en las simples modas foráneas sin darnos cuenta de nuestros propios valores, concibiendo lo foráneo como lo mejor; o bien la otra, el aldeanismo, en donde volamos demasiado bajo conformándonos solamente con lo bien conocido de nuestro entorno por temor que lo ajeno destruya nuestra propia identidad. Ni lo uno ni lo otro es saludable, ya que debemos beber de las grandes fuentes estilísticas universales, dejándonos influenciar de las grandes escuelas existentes, eso sí, siendo nosotros mismos, buscando en nuestra propia identidad cultural, tal como lo han hecho Tamayo o el propio Szyszlo, artistas cuyos estilos están a la vanguardia del arte internacional, pero a su vez, permanecen apegados a sus raíces latinoamericanas, uno tan mexicano y el otro tan peruano, pero ambos universales

Y para iluminar un poco el planteamiento señalado, voy a citar un fragmento de un magnífico ensayo en torno al arte latinoamericano de Octavio Paz recopilado en su libro “Privilegios de la vista, tomo I”; dice Paz: “El cosmopolitismo ¿es un bien o un mal? Todo depende de nuestra idea de cosmopolitismo: para los estoicos era uno de los valores supremos, para los seguidores del realismo socialista era una abominación. En realidad el fenómeno no es nuevo: los estilos del pasado no fueron nunca nacionales. Además, todos los estilos artísticos tienden a traspasar las fronteras nacionales y a convertirse en internacionales. Trátese del barroco o el neoclasicismo, del romanticismo o el simbolismo, los grandes estilos de Occidente han sido siempre transnacionales. La verdadera novedad no está en el cosmopolitismo sino en la coexistencia, en el mismo espacio y en un mismo tiempo, de diversas escuelas y movimientos. En el pasado, las luchas artísticas se reducían a la pugna de dos tendencias; el siglo XX acentúa este pluralismo hasta convertirlo en una nota permanente de la cultura moderna. Otro fenómeno también característico de nuestra época: la velocidad con que aparecen nuevas tendencias y la velocidad con que se propagan. Cierto, en los últimos veinte años la mayor parte de las novedades son versiones recién maquilladas de movimientos de hace cincuenta o sesenta años. La vanguardia gira en el vacío y en torno a sí misma; ha dejado de inventar, pero, incansable, se repite… En suma, pluralidad, proliferación, velocidad: el aquí y el allá, el ayer y el hoy, tienden a confundirse.

La paradoja del arte contemporáneo consiste en que, a pesar de haber usado y abusado de términos como vanguardia, subversión y otros tomados del vocabulario de la política, muchas de sus manifestaciones recientes colindan no con la revolución sino con la moda. De ahí que asuma una forma fascinante y equívoca: es la imagen viva de la muerte. Baudelaire lo vio antes que nadie y afirmó que el arte moderno (el de su época) no aspiraba ni a la armonía ni a la eternidad; su belleza era bizarra y mortal. En esta contradicción reside, simultáneamente, la vitalidad del arte contemporáneo y su enfermedad constitucional. Gracias a esa enfermedad, el arte moderno es lo que es: un cambio continuo, una constante búsqueda y, cada vez con menos frecuencia, una prodigiosa invención. Es imposible saber si el arte contemporáneo recobrará su vitalidad o si se degradará, como en los últimos años, en estériles repeticiones. Pero no es aventurado decir que, para recobrar la salud, los nuevos artistas deben redescubrir el punto de convergencia entre tradición e invención. Ese punto es el destino para cada generación –y es el mismo para todas. Distinto y el mismo para Courbet y para Matisse, para Balthus y para un joven de 1980. Convergencia no quiere decir compromiso ecléctico sino conjunción de los contrarios. El arte de nuestros días está desgarrado por dos extremos: un conceptualismo radical y un formalismo no menos estricto. El primero niega la forma, es decir, a la substancia misma del arte, a su dimensión sensible; la obra artística no es nada si no es algo que vemos, oímos, tocamos: una forma. El segundo es una negación de la idea y la emoción. Ambas son versiones distintas, no pocas veces seductoras, del mismo vértigo ante el vacío. Este es el desafío al que se enfrentan los artistas contemporáneos”.
En el texto que acabamos de citar, publicado hace treinta años, actualísimo y sumamente lúcido como todo lo que produjo este extraordinario y luminoso escritor, cumbre del pensamiento y de la poesía del siglo XX en lengua castellana, podemos percatarnos de todas las contradicciones y fuerzas autodestructivas de las vanguardias artísticas del presente, a lo que hay que sumar, claro está, un fenómeno más reciente que talvez el autor sospechaba pero no hizo tan patente en sus escritos, quizás, porque hasta el momento que le tocó vivir (falleció en 1998), las cosas en el mundo del arte aún no habían tocado el fondo absoluto de miseria que hoy desgraciadamente se padece, y los promotores de toda esta decadencia aún no se habían desenmascarado del todo como hoy sin duda lo están, inclusive hasta punto de enrolar a intelectuales de gran calibre de diversas áreas, verbigracia la filosofía, para justificar con potentísimos aderezos conceptuales muy bien orquestados, pero totalmente falsos, todo el desmadre producido, y hay uno por ahí, muy renombrado y citado, el doctor Arthur Danto Coleman, que se ha puesto a tono con otro famoso autor de una resonante y falaz tesis, a cuyo fin de la historia desea anexar el del arte.

Son los farsantes patrocinados por los centros de poder, agentes multiplicadores de sofismas que han elevado a personajes deleznables por su absoluta carencia de talento como de probidad ética al sitial de los grandes genios del momento, individuos estos que logran las mayores cotizaciones de la historia en subastas manipuladas por sobre los grandes maestros del pasado, y lo logran estando aún vivitos y coleando; individuos que según sus propias declaraciones, jamás intervienen con sus propias manos ( y añado yo, ni con su cerebro) en lo que dicen que hacen, porque lo de ellos es: “CONCEPTUALIZAR”. Y de estos individuos hay una lista de charlatanes demasiado larga para mencionarlos, aún cuando dos nombres bastarán para patentizar el desbarajuste ético y estético que hoy se vive en el mundo: uno, el ex amante de la ex porno diputada italiana, Ilona Stahler, alias “La Cicciolina”: el archifamoso y multimillonario Jeff Koons, y el otro, el dizque sucesor de Bacon, un destazador de vacas y ovejas, hoy joyero de calaveras llamado Damian Hirtsh.

Y no es extraño que si aperplejante barbarie se está perpetrando en las grandes metrópolis culturales del mundo, en las sociedades más opulentas y supuestamente más avanzadas que existen, donde alaban todas estas “bondades” premiando y adquiriendo tamaña bazofia, al extremo de desentenderse de sus propios referentes históricos y culturales, y de pontificar en algunos famosos eventos tales como la Bienal de Venecia: “el fin de la pintura o el fin del arte”, no es extraño, por tanto, que en un país tan subdesarrollado como el nuestro con ínfulas del primer mundo, vergonzosamente mimético y que adolece un complejo de inferioridad absolutamente abrumador ante todo lo extranjerizante: lo blanco y rubio, lo que habla con un acento exótico y con palabras altisonantes e incomprensibles, pero aparentemente interesantes, lleguemos a asumir esta fétida descomposición de los valores éticos y estéticos como un signo bienaventurado de los tiempos, un estar “INN”, adoptando a la par de dicha actitud una palabra hoy convertida en mantra: “Contemporaneidad, Contemporaneidad, Contemporaneidad, ad infinitum”, como si dicha palabra fuera el salvoconducto para que cualquiera, sin ningún tipo de mérito ni talento ni mucho menos preparación formal en nada, tenga el derecho a derribar o burlarse de toda una larga tradición que data de centenares o miles de años de continua investigación y trabajo, aupadas tales celebridades, como ya dije, por directores de museos y galeristas, además de críticos y curadores que, con honrosas excepciones, han arrastrado a las manifestaciones artísticas de hoy al fondo de un pestilente lodazal, por lo que yo, revierto la susodicha palabra: “contemporaneidad”, por un equivalente, que si bien no tiene ningún parentesco gramatical ni semántico, lo traduce perfectamente bien: “MEDIOCRIDAD”.
Y tal como vemos las cosas, hemos asumido esos paradigmas, esas supuestas grandes verdades y axiomas tal como hace un par de décadas ocurrió en otro campo de la actividad humana: “la economía”, cuando los abanderados de las nuevas corrientes teóricas, sobre todo al caer el campo socialista, recomendaran el uso de una medicina dizque ultra eficaz para el desarrollo de los pueblos, y fue la adopción estricta del recetario neoliberal y de libre mercado, catecismo este que se vendió como la gran panacea o tabla de salvación y que los hechos han demostrado, con el efecto similar de un boomerang, ha llevado al mundo a la actual hecatombe que remeda al mítico crack del 29, con especial virulencia, para el imperio que tanto se jactó de su triunfo al quedarse sólo y sin contrincantes como la única hiperpotencia universal, la cual no se privó de enviar a las maltrechas economías del ex telón de acero a los muy traviesos por aviesos: “Chicago´s Boys”, para que estos terminaran de aplastar sus ruinosas finanzas en base a sofismas muy bien orquestados. ¡Pero miren cómo son las cosas!: “Todo se derrumbó…” como decía la famosa canción, y se hizo con una sarta de mentiras bendecidas hasta por algunos premios Nóbel. Lo mismo sucede con esto que hoy se promueve en el campo del arte, en donde la falacia ha tomado el puesto de la verdad, y sólo el detritus, el desecho, es lo que aprueban “las autoridades oficiales” de todas partes como la gran manifestación creativa del presente.

En un magistral artículo publicado en El País en septiembre de 1997: “Cacá de elefante”, Mario Vargas Llosa pone los puntos sobre las íes sobre esta problemática de la decadencia estrepitosa de las artes visuales en estos últimos decenios, y voy a citar algunos fragmentos de interés que avalan mi postura y la de todos los que nos sentimos timados ante lo que oficialmente se apoya. Dice el escritor peruano: “La más inesperada y truculenta consecuencia de la evolución del arte moderno y la miríada de experimentos que lo nutren es que ya no existe criterio objetivo alguno que permita calificar o descalificar una obra de arte, ni situarla dentro de una jerarquía, posibilidad que se fue eclipsando a partir de la revolución cubista y desapareció del todo con la no figuración. En la actualidad “todo” puede ser arte y “nada” lo es, según el soberano capricho de los espectadores, elevados, en razón del naufragio de todos los patrones estéticos, al nivel de árbitros y jueces que antaño detentaban ciertos críticos. El único criterio más o menos generalizado para las obras de arte de la actualidad no tiene nada de artístico; es el impuesto por el mercado intervenido y manipulado de por mafias de galeristas y marchands y que no revela gustos y sensibilidades estéticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos”.

Y agrega: “Hace más o menos un mes visité, por cuarta vez en mi vida (pero esta será la última), la Bienal de Venecia. Estuve allí un par de horas, creo, y al salir advertí que ni a uno sólo de todos los cuadros, esculturas y objetos que había visto, en la veintena de pabellones que recorrí, le hubiera abierto las puertas de mi casa. El espectáculo era tan aburrido, farsesco y desolador como la exposición de la Royal Academy, pero multiplicado por cien y con decenas de países representados en la patética mojiganga, donde, bajo la coartada de la modernidad, el experimento, la búsqueda de “nuevos medios de expresión”, en verdad se documentaba la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal, de autenticidad e integridad que caracteriza a buena parte del quehacer plástico de nuestros días. Pero, no es nada fácil detectarlas, porque, a diferencia a lo que ocurre con la literatura, campo en el que todavía no se han desmoronado del todo los códigos estéticos que permiten identificar la originalidad, la novedad, el talento, la desenvoltura formal o la ramplonería y el fraude y donde existen aún -¿por cuánto tiempo más?- casas editoriales que mantienen unos criterios coherentes y de alto nivel, en el caso de la pintura es el sistema el que está podrido hasta los tuétanos, y muchas veces los artistas más dotados no encuentran el camino del público por ser insobornables o simplemente ineptos para lidiar en al jungla deshonesta donde se deciden los éxitos y fracasos artísticos”.
Y volviendo a nuestra triste realidad insular ¡Qué complejo es este el de Guacanagarix! El cual, ha hecho estragos soslayando a nuestros grandes valores pretéritos y presentes de las artes plásticas y visuales, de modo que sólo apelemos a dichos nombres cuando tenemos una necesidad para que nada parezca deslucido y esté bien bonito para la foto oficial, tal como ocurre en la presente bienal dizque en homenaje a un gran artista, en este caso al insigne maestro Ramón Oviedo, cosa de curarse sus directivos en salud, cuando muy bien pudieron homenajearlo de verdad celebrando un gran evento hecho con todas las de la ley y que fuera orgullo de todos los dominicanos, realizado sin la inquina personal que siempre prevalece, sin premiar y reconocer a los que nunca han mostrado talento ni condiciones artísticas, sin aupar a los amiguitos de…, a los amantes de…, sin tener que borrar de un plumazo maliciosamente caprichoso de la selección a todos aquellos que de una manera u otra pudieran hacerle sombra a los favoritos de turno, a todos esos pupilos que representan los intereses de los marchands d´art, quienes siempre andan revoloteando por ahí como mimes y moscas alrededor de la carroña que es hoy esta bienal: vergüenza absoluta de lo que fue una vez el más importante festival artístico y cultural de la República Dominicana.
Y este problema, amable público, no es un hecho reciente ni aislado, ¡no!, se remonta a muchos años, pero en el caso de esta edición, la XXV Bienal Nacional de Artes Visuales, se ha llegado de veras al fondo, al punto de inflexión más bajo debido a la incompetencia y estulticia de los organizadores.

Y para sustentar lo que digo, voy citar algunos párrafos de un esclarecedor artículo publicado en el periódico Hoy el 14 de octubre de 1992, firmado por mi amigo y gloria del arte nacional, Domingo Liz, y que pareciera escrito no hace tantos años sino hoy mismo, dice: “Mientras las personas involucradas en la dirección de esa institución estén ligadas a intereses de grupos y al comercio nacional e internacional de obras de arte, como igualmente sucedería con cualquier otra dirección que la sustituya y pretenda mantener los mismos intereses, pues nadie puede manejar los asuntos de una institución del Estado como si fuera de su propiedad”.

Agrega además: “Este es un momento oportuno para que los artistas dominicanos meditemos y actuemos. Sin nuestra participación conciente nadie puede organizar eventos con estos objetivos con los cuales no estemos de acuerdo. No permitamos que grupos de personas utilizando recursos diversos nos manipulen. Los premios, medallas, las críticas grandilocuentes y falsas por un lado; la subestimación y el desconocimiento intencionado por otro, no pueden constituirse en los ejes alrededor de los cuales tengamos que girar”.


“Se ha dicho que la premiación estimula. Si analizamos más allá de la superficie esta afirmación, llegaremos a la conclusión de que en el fondo ella contiene más aspectos negativos que positivos. Uno sólo de estos aspectos negativos, para no hurgar mucho, sería que muchas veces, sólo sirve para la infatuación de nuestros egos, llevándonos al engreimiento y a la degradación de nuestra conciencia, cuando en la lucha por esas premiaciones, desconocemos el valor de otros participantes. Está además probado hasta la saciedad, que las premiaciones raras veces, o casi nunca, están cimentadas en la verdad. La mayoría de las veces son impulsadas por la autoconsideración de las ideas que prevalecen entre los miembros del jurado, los premiados, porque al otorgarles reconocimientos a los que siguen sus lineamientos teóricos, encumbran sus teorías con las cuales acrecientan su poder para atraer seguidores que sucumben ante las esperanzas de obtener un galardón.

Con esta cita de este estupendo artículo por visionario y, sobre todo, honesto, entraré de lleno a los gravísimos problemas de los cuales adolecen todas las bienales celebradas aquí, que como bien se ha visto, no es un asunto nada nuevo, repitiéndose, edición tras edición, las mismas injusticias, los mismos disparates y perversidades con otros actores, tal como les voy a narrar este suceso en breve.

Hará cosa de un par de años, el Colegio Dominicano de Artistas Plásticos organizó una gran mesa redonda en la Academia Dominicana de Ciencias: “DATA CODAP” eran sus siglas, y allí se reunieron múltiples personalidades del arte, de la crítica y el comercio de cuadros y objetos artísticos, y se habló ampliamente de este y muchos problemas más en torno a las bienales celebradas en el país, discutiéndose el derrotero que dicho evento había seguido de unos años hasta ese momento, el año 2007, y las estrategias para tratar de paliar su progresiva decadencia.


Fue una lástima que a tan importante reunión no pudiera asistir todo el público que debió estar allí presente (fue durante los días que nos azotó la tormenta Nouel), y todavía más lastimoso que el CODAP, que registró mediante filmación todos los pormenores que se suscitaron durante esos tres días, no editara ese material valioso para que la opinión pública pudiera edificarse y hacerse una idea clara de cómo se manejan las cosas en este país, para que se viera con lujo de detalles cómo los responsables de un evento de tanta trascendencia a nivel social y cultural, respondían a los duros cuestionamientos totalmente veraces, con una actitud de relajado cinismo.
Y tanto fue así, que a una de las puntualizaciones más graves que se le imputaba al jurado de premiación de ese año, quienes no solamente eliminaron de un plumazo a decenas de obras de excelentes artistas en la selección, sino que en la premiación se concedieron galardones a sendos plagios (que, por cierto, por lo menos en eso ha progresado un poquitico esta edición, porque que se sepa, sólo hay un plagio premiado confirmado y que anda rondando por ahí a través de toda la red), al tocarle la palabra a una de las personas responsables de dicho jurado, una muy agradable y educada dama cuyo nombre me reservo por aquello de revelar al pecado y no al pecador, pero que todo el que estuvo presente no me dejará mentir, ella, en vez de justificar esos premios y defender su posición con un análisis objetivo y riguroso al que desde luego tenía derecho, sorprendentemente sólo se circunscribió a leer todos los curriculums de las personalidades participantes, como una forma, así lo entendí yo y todos demás, de querer con esa actitud, apabullar, humillando la dignidad de los presentes, considerándonos como inferiores al no tener nosotros los “altísimos” títulos académicos y la experiencia en emblemáticos centros culturales a los que esos eminentes personajes habían sido invitados, preguntándonos una y otra vez, a modo de insolente estribillo: “¿Y quién puede equivocarse con una preparación así?”.

Escuchamos, no lo vamos a negar, soñolientos, cual extensa y árida letanía, todos los pormenores de las maestrías de esa gente, los Ph.Ds, las cátedras que impartían en tal o cual universidad de prestigio internacional, las curadurías que habían realizado en los diversos eventos en que habían tenido participación, los libros y artículos publicados, en fin, se dijo prácticamente todo lo que se podía decir de un grupo de personas que, más que humanas, parecían llegadas de Júpiter o quizás Alfa Centauri; sólo se le olvidó a esa simpática señora mencionar lo que les gustaba comer a esas “personalidades”, o las bebidas que suelen tomar, o sus mal de amores y desdichas que padecían, o quizás sus preferencias sexuales, o el número de poros, lunares y callos de su piel, en fin, se mencionó todo, pero todo lo insustancial. Al escuchar aquello, tan burdo, tan burlón y prepotente, sólo se me ocurrió pedir un turno para decirle a la señora de marras que flotaba por ahí un poco distante de la realidad que la circundaba, de si conocía algo del nacional socialismo; ella, por supuesto, se sorprendió ante esa pregunta y de que no que le cuestionara acerca de la bienal, y sí sobre aquel oprobioso gobierno que embridó los destinos de la nación culta y civilizada que es Alemania durante esa larga noche de horror que duró doce años, y que volcó a ese país y al mundo entero al mayor genocidio que jamás haya conocido toda la historia de la humanidad. Le dije, por si no lo recordaba, que ellos, los nazis, tenían enrolados a su entera disposición a los más selecto de la “inteligentzia” de ese país, a los cerebros más conspicuos de todas las áreas del saber quienes no obstante ser conscientes en su mayoría de las monstruosidades perpetradas por ese régimen, colaboraban para mayor gloria del III Reich. Le dije que, hasta un hombre del enorme talento y prestigio de Martin Heidegger, creyó en esa causa y fue un colaborador activo, como muchos otros de ese mismo nivel. Y yo le pregunté a ella: ¿Y qué? ¿Acaso la brillantez intelectual de esa gente los hacía mejores personas? Creo que no. Y le recordé los grandes intelectuales criollos que también colaboraron aquí para la brutal y sanguinaria tiranía trujillista que durante treinta y un años cercenó todas las libertades y los derechos humanos. Y finalmente agregué: “recuerda, fulana, lo que siempre decía Bolívar al respecto: el talento sin probidad es un azote”. Creo que hasta el día de hoy, esa persona me guarda mucho resentimiento.
Y a ese respecto, me gustaría hacer una puntualización aunque me aparte un poco del tema, pero creo que viene al caso con esto de la infalibilidad de las supuestas “autoridades” que hay en las diversas áreas del saber lo cual es completamente falso, porque todo el mundo, bruto o inteligente, se equivoca de una manera o de otra, lo que sucede hasta a las ciencias tan precisas y exactas en las que la aplicación del método científico no es suficiente para resguardarse del error, como demostró hace unos años (1996) el físico teórico norteamericano Alan Sokal, quien publicó una tesis científica en una famosa revista, la cual, si mal no recuerdo, se llama: Social Text, que llevaba por título: “Transgrediendo los límites: Hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica”, la cual fue saludada entusiásticamente por gran parte de la comunidad científica, siendo reconocida como uno de los aportes más originales y mejor planteados en el estudio de esa especialidad. Pasaron los meses y mientras continuaban todos los elogios habidos y por haber que podía recibir un científico por tamaña hazaña en dilucidar los arcanos de esa especialidad, proeza que abría nuevas sendas al conocimiento de la física teórica, fue entonces que el mismo autor publicó otro artículo en otra revista (Lingua Franca) en el que desmentía total y absolutamente su propio trabajo, cosa que motivó que muchos especialistas se rasgaran las vestiduras debido a la indignación que les produjo (en especial los editores de la primera revista); en su nuevo artículo el señor Sokal afirmaba que se trataba de una gran tomadura de pelo para demostrar que hasta la comunidad científica está conformada simple y sencillamente por seres humanos falibles (y también de charlatanes), quienes se pueden tragar, como cualquier mortal común y corriente, un camelo o engaño, siempre y cuando una verdad o teoría cualquiera sea respaldada por una supuesta “autoridad” con muchísimas credenciales académicas. En ese sentido, en el año 1997 Sokal colaboró con otro autor, Jean Bricmont, y publicó un polémico libro: “Imposturas intelectuales”, en donde deja muy mal parados a autores fetiches de la posmodernidad como Lacan, Kristeva, Baudrillard y Deleuze, a quienes acusan de utilizar de manera reiterativa y excesiva conceptos provenientes de las ciencias físico-matemáticas totalmente fuera de contexto y sin ninguna justificación conceptual o experimental, para apabullar a sus lectores con palabras “eruditas”, sin preocuparse por su congruencia o sentido al negar la importancia de la verdad.
Pero volviendo a nuestro tema de la bienal, y de la misma persona que esgrimía solazada sus argumentos leyendo ante todos la supremacía curricular de las personalidades que intervinieron en la edición pasada, esa misma dama, repito, queridos amigos, de trato amable, de elegante estampa y modales correctísimos, fue la responsable de otro hecho también insólito por lamentable, y fue durante un cónclave organizado por un concurso de arte privado a comienzos de este año, el cual buscaba justificar el absurdo y bárbaro fallo que emitió el jurado de premiación dejando cuatro categorías desiertas y otorgando un gran premio tan, pero tan cuestionado, que según se me ha dicho, fue hasta sometido a la Fiscalía debido a su carácter profundamente inmoral y pedófilo, y en donde después de un interrogatorio prepotentemente respondido o soslayado por la parte de ese jurado extranjero al que le hacían preguntas los artistas allí presentes, una de esas preguntas, brillantemente planteada e hilvanada en el momento justo por el gran artista del lente e investigador visual Polibio Díaz, también él mismo minusvalorado por ese jurado, los puso en muy serios aprietos; la pregunta más o menos rezaba así: “¿Alguno de los honorables miembros del jurado extranjero habían venido antes a la República Dominicana?” “¡No!” Respondieron. “¿Conocían ustedes algo del arte que se produce en el país?” Nuevamente se negaron. Y arremetió “¿Y cómo ustedes pueden juzgar algo, en este caso, el arte dominicano si no conocen sus referentes?” A lo que una tímida y agradable voz femenina, la de esa misma persona a la que me referí anteriormente, que en ese momento fungía de contraparte nacional de dicho jurado, interrumpió, diciendo: “¡No, eso no es así! Al llegar ellos al centro yo les pude guiar y dar un breve curso, “al vapor”, de arte dominicano”. Al escuchar aquello, todos los allí presentes nos miramos perplejos con la boca y los ojos abiertos de par en par. “…Sin comentarios..
¡Pero…! ante tanta barbarie, ante tanta estupidez de personas malsanamente equivocadas que se empeñan en imponer sus criterios poco ortodoxos a la fuerza, todos los que nos sentimos en el deber de rescatar los genuinos valores de las artes plásticas y visuales, y por ende, el de la Bienal Nacional, debemos proponer diversas soluciones a fin de mejorar y salir de este maremagnun de la confusión y del toyo en el que estamos inmersos, pero no con soluciones importadas o enlatadas que pretenden reeditar eventos muy sonoros pero igualmente desacreditados y fallidos, como hay tanto obstinado proponiendo a través de los medios; esto debe hacerse con fórmulas propias, con nuestras propias ideas y recursos, incluso con nuestras limitaciones, pero con gran responsabilidad y decoro como único norte a seguir, porque es ahí en donde radica el problema que nos ata al desorden y a la mediocridad imperantes: “en la falta de ética, en lo que anda cundido de inmoralidad y malevolencia” (si no, mírese lo vergonzoso de la actitud de nuestros políticos en todo el espectro partidario, en donde el denominador común es la carencia total y absoluta de valores morales y patrios, con sus honrosas excepciones, claro está). Y para romper con esas cadenas que nos esclavizan hay que arrimarse a la verdad y la justicia, para que esos valores sean los que prevalezcan, sobre todo en eventos de trascendencia en donde lo mejor, lo excelente, es lo que debe ser reconocido, admirado y premiado, ya que podemos redactar mares u océanos de tinta con resoluciones para bases memorables de un concurso equis, incluso podemos hurgar en todos los confines del globo para encontrar los mejores prospectos de reglamentos para concursos de esa naturaleza y si no hay seriedad, si no hay fiabilidad desde el punto de vista moral de las personas que se presten para organizar actividades tan importantes para la sociedad y la cultura en general, sin duda el mal persistirá hasta que el desprestigio generado por el mismo termine por aniquilar totalmente cualquier esfuerzo.
Y para concluir, a los queridos amigos y al amable público que ha tenido la paciencia de soportar esta larga pero –espero- edificante perorata, quiero decirles muy sinceramente algo, y es que nuestro rinoceronte, no el rinoceronte real, el de los zoológicos y las películas, sino el rinoceronte de la imaginación, el de la creatividad y los muchos dones de la abundancia que representa la sensibilidad artística que nos legara un genio como Durero, es el estandarte que debemos enarbolar cuando nos sintamos impotentes, o quizás, arrinconados en medio de la infranqueable maraña de la mediocridad que muchas veces nos aprisiona al borde de la asfixia; a éste podemos apelar, y si así lo queremos, podemos atizar con brío su fiereza, para que la noble criatura de la magia y la fantasía preste a guisa de ariete su afilado y poderoso cuerno, y con él horademos un amplio hueco en la morralla viciada que nos circunda, de modo que podamos enrumbarnos hacia un horizonte luminoso de plena libertad, un horizonte que siempre nos señale las cosas verdaderamente bellas y trascendentes producidas a través de los tiempos por lo mejor del espíritu humano.



Muchas gracias.

 
                                 Dibujo de un rinoceronte hecho por Alberto Durero

Comentarios

Entradas populares