A 50 años de la odisea de Kubrick.
A
50 años de la odisea de Kubrick.
Por Vladimir Velázquez
Matos.
Era apenas un muchacho cuando vi aquella
fabulosa película por primera vez; tenía quizás, entre los once o doce años
cuando, absolutamente fascinado ante lo que contemplaba, mis ojos no daban
crédito a las deslumbrantes imágenes de naves y demás artilugios espaciales que
giraban en la pantalla al compás del Danubio Azul. Salí, pese a mi total ignorancia, hecho otro
individuo, pues un nuevo campo de apreciación (el del arte, la literatura y el
cine en particular) se abría como un sol ante mí. Esa fue mi primera impresión cuando salí del
hoy desaparecido Cine Triple a mediados de los años setentas, tras ver una
reposición de: “2001: Una odisea del espacio” de Stanley Kubrick.
Y esa impresión me sigue acompañando
a lo largo de los años, tanto, que cada vez que veo esta película, me sigue
fascinando igual, pues creo que el cine, el gran cine, es como todo gran arte,
es decir, que uno nunca termina de descubrir nuevos matices y cosas que pasó
por alto ante cada nueva relectura, tal como ocurre cuando uno escucha una
notable pieza sinfónica como “La Quinta” de Mahler, o con libros
extraordinarios tales como”El Quijote” o “Guerra y Paz”, o contemplando una
pintura de Rembrandt, o al visitar edificios como la Catedral de Colonia, o tal
vez siendo espectador de cualquier pieza de Shakespeare o Calderón. Y creo que con 2001 sucede ese milagro, a
pesar de entrar hace rato en la edad madura (los 50 años), la de los abuelos
jóvenes, y no obstante eso, ha envejecido espléndidamente al aparentar ser un
filme mucho más reciente, y esto es
debido a los todavía convincentes medios técnicos empleados; medios, dicho sea
de paso, a la vanguardia en aquella época (ninguno digital porque aún no existía
la tecnología infográfica), los cuales llevaron a su director a obtener el
único premio Óscar de toda su carrera: el de efectos especiales.
Esa poderosa conmoción que dejo en
mí, es la misma que ha quedado perenne en las legiones de espectadores que la
han apreciado a lo largo de casi tres generaciones, asombrados por las
portentosas imagenes, su enigmático simbolismo y el suave ritmo discursivo cual
adagio musical.
2001 se estrenó en una época de
cambios convulsivos en la sociedad, un momento en el cual la juventud se reveló
contra el establishment a favor de sus libertades, tal como sucedió en mayo del
68 en París, a la que también se unieron las feroces marchas de protestas
contra las atrocidades de la guerra de Vietnam, y en el que participó activamente
el movimiento “hippie”, mientras se practicaba sexo libre acompañado de
toneladas de porros de marihuana, hachís y el consumo de LSD, clamando voz en
cuello el amor y paz universales. Fue el
tiempo del ametrallamiento de cientos de manifestantes indefensos en Tlatelolco, México, a la vez que se celebraba
el orgiástico festival de Woodstock. A todo ésto, intervenían los tanques
soviéticos aplastando sin miramientos la revuelta ciudadana en Praga, mientras
las dos superpotencias del momento: los Estados Unidos y la Unión Soviética,
gastaban colosales sumas de dinero en una implacable carrera espacial que desembocaría un año después con
el primer hombre en la luna.
Es entonces que aparece esta obra tan extraña y diferente,
aún para los parámetros actuales, abarcadora de tantas cosas como la historia
del hombre, comenzando desde el momento en que éste era un simple mono que
apaleaba a sus congéneres, para luego, hueso en mano, dar un salto sin gruñidos
ni pelos en el cuerpo de tres millones de años y conquistar el espacio sideral,
ahora ataviado con casco y traje presurisados, desafiando los peligros de la
tecnología y la inteligencia artificial, para trascender los grandes misterios
del universo en un viaje a millones de mundos, galaxias y agujeros negros, y
concluir en el enigma central del filme: el indescifrable obelisco negro que lo
guía tras su muerte hasta convertirlo en un niño estelar, una especie de ángel
guardian que retorna a su origen: la Tierra, buscando, quizá, la redención de
toda la humanidad (el superhombre
nietzcheano).
Pero la visión de Kubrick no se
queda en ser una simple elucubración filosófica sobre el destino del hombre y
los misterios del cosmos (que dicho sea de paso, es uno de sus grandes
aciertos), sino que otro de sus valores descansa en el cómo está realizada y
planteada la película como estructura narrativa audio-visual, con sus largas y
contemplativas escenas cual pausadas cadencias musicales, en donde
aparentemente poca cosa ocurre (la vida de los astronautas en sus quehaceres
cotidianos: ora comiendo o descansando, ora realizando gimnasia o atendiendo al
instrumental tecnológico), en el que a las maravillas futurísticas
representadas por sus naves y estaciones orbitales e inteligencia artificial,
se concatena como perfecto contrapunto, el lento y rítmico aliento de los
astronautas sobre el silente vacío del espacio infinito.
Son muchas las maravillas de este
insólito filme, desde el comienzo de antología con la alineación de la luna, la
Tierra y el sol acompañados de los acordes de: “Así habló Zarathustra” de
Richard Strauss; pasando por los agrestes paisajes de la sabana africana y la
transición del corte-elipsis del hueso, a las decenas de vehículos orbitales al
son del vals vienés, así como de múltiples secuencias más (el caleidoscópico
viaje al infinito) que son desde hace tiempo parte de imaginario popular; y sin
embargo, el mejor momento de la cinta y en donde el talento creativo de Kubrick
se eleva a niveles de genio intocable, es con la muerte de HAL 9000, la
computadora asesina, la cual, al ser desconectada por su único sobreviviente, funde
su pausado y desconcertante estertor en una absurda canción de amargo cinismo:
“Daisy”, en donde el espectador sale más sobrecogido con el amable pero brutal
ordenador, que por las víctimas mudas e inermes en estado de hibernación.
Es mucho lo que se ha escrito y
dicho acerca de 2001 y su director (quien además cuenta con otros filmes que
son referencia absoluta en sus respectivos géneros: Senderos de gloria, Dr.
Insólito, El resplandor, etc.), del fervor reverencial que le han profesado
otros grandes realizadores como Federico Fellini, Steven Spielberg, Woody Allen
o Martin Scorsese (hasta Charles Chaplin lo alabó), declarándolo como uno de
los creadores más influyentes del arte cinematográfico del siglo XX; pero creo
que la principal virtud que ha tenido 2001 como obra rompedora de todo lo
establecido, es la gran cantidad de vocaciones que ha provocado en los
artistas, y en los cineastas en particular.
Eso lo ha reconocido el director británico Christopher Nolan (Memento,
Caballero de la noche, Dunkerque, etc.), quien declaró que al ver de niño este
filme, le hizo tomar la decision de dedicar su vida al séptimo arte.
Tanto es así, que en la última
edición del Festival de Cannes, la gran película de honor fue nada más y nada
menos que la reposición de “2001” con motivo de los 50 años de su estreno, en
donde Nolan, con la anuencia de la familia del gran director newyorkino, hizo
una concienzuda restauración del filme, devolviéndole toda la frescura y
lozanía de cuando salió a las pantallas del mundo a fascinar a todos los
públicos de varias generaciones, tal como lo hizo a quien ésto escribe.
Artículo publicado en el suplemento cultural Ventana del periódico Hoy el 4 de agosto del 2018
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