“De Lilís a Barry Lyndon: o cómo matar
alegre y despreocupadamente a la gallina de los huevos de oro.”
Por
Vladimir Velázquez.
No
hay que buscarle la quinta ni la sexta pata al gato: “el cine dominicano (si a
eso que filman aquí y sale en las pantallas se le puede denominar de tal
manera) es un rotundo y absoluto fracaso”; los títulos estrenados en los
últimos meses son más que elocuentes, en donde a la pobreza conceptual y
medalaganaria puesta en escena, se aúnan discretísimas actuaciones en el mejor
de los casos, lugares comunes y temas cliché, además de la eterna piedra de
choque con la que una y otra vez tozudamente tropiezan los cineastas nativos:
el pedestre planteamiento de la estructura narrativa, es decir, no seguir las
pautas establecidas para escribir un guión cinematográfico correcto y
entendible que vertebre la película en una progresión dinámica que mantenga
atento al espectador, esto es, con un planteamiento inicial, un desarrollo, un
nudo y una conclusión.
Y lamentablemente
no hay excepciones (poquísimas de las historias llevadas a la gran pantalla son
menos mal escritas que otras, pero ninguna de ellas va más allá de la simple medianía),
todas pecan de lo fundamental que debe
aportar cualquier escritor cinematográfico que se precie de ser profesional: el
poseer algún viso de “verosimilitud”, es decir, un sentido lógico dentro de lo
que se está narrando, sin importar que la película trate sobre monstruos
jurásicos, platillos voladores y marcianos o sea una fantasía surrealista creada
por un demente, pero lo que no es posible (y eso lo sabe hasta el que escribe
una nota de prensa) es dar tumbos y cambios de sentido lógico de manera
arbitraria con lo planteado en la estructura argumental (no todo el mundo puede
ser un Tarantino), ni mucho menos burlarse de la inteligencia del público con
deplorables remedos de Robert Louis Stevenson.
Dentro
de todas las manifestaciones artísticas, el cine es la de más reciente creación
(olvidémonos del pseudo-arte del video,
la instalación y el performance, que son mojigangas impuestas por la moda
posmoderna), contando desde su primera aparición pública en una pantalla hasta
el presente, 119 años -el kinetoscopio de Edison no es válido-, y en ese lapso
de tiempo ha evolucionado más que cualquier lenguaje artístico conocido,
llegándose a un grado de sofisticación técnica y estética, que lo ha hecho
acreedor, parafraseando a un título de Cabrera Infante, como el oficio
emblemático del siglo XX.
Es
mucho lo que se ha teorizado, escrito, discutido y realizado desde sus albores;
son innumerables los títulos emblemáticos los que han forjado mediante su
lenguaje particular los grandes creadores, desde el primitivo período silente,
en donde se inventaron todo el abecedario y sintaxis de su lenguaje
(Intolerancia, La quimera del oro, El acorazado Potemkin, etc.), pasando por la
madurez artística de cuando se hizo sonoro (El ciudadano Kane, Rashomon, La
strada, etc.), hasta llegar al momento presente, en el que el prodigioso
mecanismo tecnológico nos hace sentir una verdadera experiencia onírica (Héroe, Gravity, Hugo,
etc.), pero completamente despiertos.
Y en
todas estas realizaciones, en cada planteamiento estético y narrativo, desde Méliés
hasta el presente, hay una estructura que lo sustenta todo, que lo organiza con
lógica y coherencia, no importa que la idea sea común y sencilla; dicha
estructura es el guión cinematográfico, aún cuando pueda haber grandes maestros
que no viertan ni una palabra sobre el papel (Chaplin, Fellini o Kim Ki-duk son
buenos ejemplos, aunque sí tenían sus guiones concebidos en su imaginación), o
se inventen múltiples formas para desarrollarlo desde la improvisación (Mike
Leigh), pero eso sí, conociendo a fondo la materia prima de lo que quieren
decir y la técnica para llevarlo a cabo, sin el galloloquismo y el disparate
esperpéntico que parece imperar en los cineastas locales.
En un
artículo reciente del ex ministro de cultura, José Rafael Lantigua, le exponía
un reparo a una apreciación expresada por el cineasta y buen amigo René
Fortunato, cuando éste, al criticar las sandeces y puerilidades en el que está
cómodamente estacionado el cine dominicano, decía que el problema hay que
buscarlo en la raíz misma de la ley que la sustenta, ya que dicha ley de cine
no vela por la calidad ni la trascendencia del producto a rodar y sí única y
exclusivamente por la inversión que se hace, arguyendo el ex ministro en su respuesta
del artículo que todos los comienzos son malos, si no, mírense todas las
películas malas de vaqueros y policías que llegaban a los cines de los pueblos muchos
años atrás, y que ahora todo ha ido
cambiando (como si no hubiesen muchísimos clavos hollywoodenses en la
actualidad), agregando para sustentar su tesis, que es muy difícil hurgar en la
literatura dominicana, pues aún teniendo muchas obras excepcionales, estas no
garantizan el éxito, aún cuando puedan llegar a ser grandes obras fílmicas (y
menciona “Biodegradable”, que a su juicio es extraordinaria).
Recordamos
una acalorada discusión sostenida el año pasado con una persona allegada al
cine criollo (nos dijo que ella era productora, o algo así) en un lugar
público, en la que nosotros defendiendo la postura de que ya está agotada la
fórmula de comedietas intrascendentes (y no tenemos nada en contra de la
comedia, pero eso sí, la que está bien hecha) con entes de la farándula
televisiva y voluptuosas mega divas siliconadas, ella me ripostaba casi lo
mismo que expresaba el ex ministro de cultura, es decir, “que estamos en
pañales…” A lo que le respondimos: “¿Es
que con casi 30 años encima desde que salió Un pasaje de ida, vamos a seguir
justificando las necedades y la falta de seriedad y profesionalismo con que aún
estamos en pañales? ¿Acaso si hacemos
una revisión comparativa con nosotros y la extrapolamos a los albores del cine,
es decir, desde el día que dio a luz hasta cumplir los treinta años de edad,
por los años 1925 más o menos, que
todavía era un arte primitivo y no conocía el sonido y otros avances técnicos importantes,
y lo seguimos comparando con nuestra supuesta cómoda “niñez”, acaso ya no
habían surgido en ese entonces creadores como los Griffith, los Sennet, los
Keaton, los Chaplin, los Murnau, los Pudovkin, los Eisenstein, etc., etc., etc.,
y por qué nosotros seguimos varados en el mismísimo limbo? Por supuesto, la persona cambió para otro
tema.
Creemos que si realmente todavía estamos
en pañales, estas piezas de tela o material desechable hace rato que ya están
rebosadas de inmundicias y hay que cambiarlas, a menos que el bebé (el cine
dominicano), no sea ni tan bebé ni cosa por el estilo, y se haya convertido más
bien en un adolescente torpe y manganzón, o en un viejo tembloroso y totalmente
decrépito, o tal vez en algo aún peor, que el cine dominicano aún no tiene
fecha de nacimiento, ni está en gestación, porque de acuerdo a lo
observado hasta la fecha, se trata
simplemente de un pútrido y lamentable aborto.
¿Por
qué tanta alharaca y aparataje con multitud de personas de la farándula
televisiva de este país viajando con dinero del Estado para un festival de
veras importante y exigente en calidad artística como lo es el de Cannes? ¿Qué es lo que vamos a mostrar? ¿Todas las imbecilidades que nos permite
nuestra soberana ley? ¿O simplemente el
allante esperpéntico de un grupo de gente enganchada por amarres políticos,
clánicos o familiares?
¿Cuándo
tendremos en la mira como modelo a emular a algunas de las grandes
realizaciones de la historia del cine, y dejemos de infatuar a la mediocridad
por sólo estar pendiente al externo oropel, en vez de buscar en la esencia de
las cosas de genuino valor?
Y
para finalizar, tal como me comentaba un muy buen y respetado amigo escritor en
torno al arte literario, que también puede aplicarse al cinematográfico: “Para
que haya escritor, debe haber un lector.”
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