Sicariato e impunidad.
Por
Vladimir Velázquez Matos.
¡Sí
señor! No hay otra verdad y no la podemos soslayar por más que nos empeñemos: nos
dormimos en nuestros laureles y nos tomó completamente desprevenidos, muy a
pesar de que no pocos ciudadanos responsables hayan alzado firmemente sus voces
de alerta a fin de evitar el agorero destino que reza: “Si no se pone freno a
la corrupción e impunidad en nuestro país, la delincuencia terminará arropándonos
a todos.” Y henos aquí, como el remedo
en miniatura de una metrópolis del primer mundo (sólo en el aspecto exterior,
por supuesto, sin ninguna de las bondades institucionales ni culturales de
cualquiera de ellas), en donde convivir de manera civilizada está en los límites
inalcanzables de la utopía, y sin avizorarse el más mínimo resquicio de
esperanza, así lo creemos, por largo, muy largo tiempo.
Para
quienes hemos entrado de lleno en eso que denominan “la madurez” y tenemos un
punto de vista quizás un poco menos soñador al de la juventud que hoy se yergue
(eso no quiere decir que no haya jóvenes con gran discernimiento y
responsabilidad), de qué es lo que debería ser la sociedad y el país en el cual
nos ha tocado vivir, es duro tener que reconocer que la lucha de muchos de
nuestros conciudadanos quienes con sangre, sudor y lágrimas han ofrendado lo
mejor de sí y de sus vidas a través de toda la historia, no ha servido realmente
para nada, puesto que a más de cincuenta años del cercenamiento de la tiranía
más sanguinaria que conociera nuestro continente, hoy simplemente estamos transitando
por la senda del más oprobioso infortunio, en donde al desorden institucional se
adhiere, cual si de tupidas ramas de hiedras a los cimientos de una sólida pared
se tratase, los agentes multiplicadores de la inmoralidad, agentes que como los
medios de comunicación de masas, enarbolan falsos modelos y valores (casi todos
de origen foráneo), lo que a su vez amalgamados a los pésimos ejemplos de los
políticos de turno (con astucia y no pocas malas artes), se agencian
inconmensurables fortunas y privilegios en un santiamén (en un cuatrenio hacen
más dinero del que produce en cincuenta años de trabajo un empresario honrado),
impidiendo con su poder que ninguno de ellos sea señalado por malversación al
erario, y mucho menos, ni hablar de un sometimiento formal a la acción penal de
la justicia.
Si a
esto le sumamos el descalabro de las bases productivas del país (porque un país
que para satisfacer sus necesidades básicas debe tomar la mayor parte de su
presupuesto prestado y no lo hace con lo que produce, tiene serios problemas)
además del subsecuente desempleo que genera, con una clase empresarial voraz y
sin compromisos que sólo busca desestimar las conquistas alcanzadas por los
trabajadores a favor de mayores ganancias para sus bolsillos, lo que abrazado
al lavado de activos producido por el narcotráfico y el flagelo de las drogas, está
socavando a las juventudes del país en todos los órdenes; a eso se le agrega la
poca o nula inversión en la formación cultural y artística de la sociedad (la
verdadera identidad nacional de este pueblo que desconoce el inoperante y light
ministerio actual), y un punto que hace insostenible todo el andamiaje social: la
descomposición de la familia. Pero la tapa al pomo de todos estos males se la
pone el sicariato, actividad inédita en lo que tenemos uso de razón (aunque
existiese en la dictadura y en los momentos más álgidos de los doce años –pero
es justo reconocerlo, sólo para los enemigos de ambos regímenes), haciéndonos
sentir incrédulos y pasmados ante un país del que nunca se nos ocurrió pensar
que pudiera llegar a este estadio de decadencia e involución; un país tranquilo
y adorado al que aspiraba regresar todo dominicano que vivía en el extranjero para
su retiro, y así terminar sus días junto a los suyos en el terruño que lo vio
nacer.
Son
muchos los síntomas que empezaron a gestarse de que las cosas aquí no iban por
buen camino, de que todo lo que una vez tuvimos como una certeza estable y
permanente, con sus defectos, claro está, pero sin muchos tropiezos con
relación a otras naciones vecinas, las cuales han vivido durante muchos años
con serios problemas internos (Colombia y su eterna guerrilla y narcotráfico,
la inestabilidad política en Venezuela, la represión en Cuba, los conflictos
sociales en Haití, etc.), eran asuntos que nos hacían pensar de manera
optimista acerca de nosotros mismos y nuestro porvenir; pero llegó un punto de
inflexión a todo esto, o más bien, varios puntos de inflexión que hicieron
rodar la sensibilidad y conciencia social por un despeñadero del que aún no
topamos fondo, de que cosas jamás vistas u oídas también eran posibles aquí, de
que barbaridades que uno leía a través de los diarios o en relatos
escalofriantes de la literatura policial eran ya: “made in Dominican Republic.”
Y así
se produjeron hechos horripilantes como el del niño Llenas Aybar (aunque es
justo decirlo, fue el más mediatizado porque se trataba de un hecho de esa
naturaleza en un estrato alto, otros, los de los pobres, siempre han sucedido y
pocos les prestan atención), o el de la presión por parte de instituciones
poderosas y potencias extranjeras contra el estado dominicano para hacer
posible que en nuestro suelo se asentaran miles de ciudadanos haitianos para
aliviar la presión del vecino país (o fusión, que con tanta responsabilidad
denunciara el grupo Unión Nacionalista), o el de destruir la base productiva de
la nación para hacernos cónsonos con el neoliberalismo y la globalización tan en
boga en esos días, convirtiendo a nuestro país en una planta de servicios pero
sin producir ni un plátano ni un gramo de arroz, aniquilando para ello todos
los activos del estado a precio de vacas flacas (mírese las empresas de CORDE). Si a ello se agrega el enorme despilfarro para
cosas innecesarias como todos esos foros internacionales en un país pobre dizque
para perfilarse como nación líder, las cuantiosas inversiones de origen
desconocido que cambiaron el perfil urbano para siempre de los pueblos y
principales ciudades, en particular, de la ciudad de Santo Domingo, con enormes
rascacielos y edificios comerciales en su mayoría cuasi vacíos, además de
plazas comerciales con mercancías de lujo que la mayoría no puede ni comprar (a
menos que se sea un político o un narcotraficante), nos percatamos que un potente
pero a la vez sutil brebaje nos durmió y luego nos envenenó, dejándonos perplejos
en el estado actual de indefensión.
¡Sí
estimado lector!, son los veinte años del famoso tango que dice que no son
nada, en los cuales este país ha caído en picada libre, en el que usted y quien
esto escribe ya no se sienten seguros, en el que una forma de vivir más sana, alegre
y libre (no el libertinaje de hoy) han terminado para siempre, con la excusa de
los políticos (de todas las banderías habidas y por haber, porque no se salva
ninguno) quienes declaran que son los tiempos los malos, o, que ese, es el
precio por el “desarrollo” (¿?) (tal como declaró en un medio un “avezado
pensador” de esas lides), preguntándonos nosotros: ¿Cuál desarrollo? ¿El de las billeteras repletas de papeletas y
las cuentas multimillonarias en los principales paraísos fiscales del mundo? ¿El desarrollo de las grandes mansiones y
vehículos de lujo con residencias en Madrid, Miami Beach, París, Nueva York o
Aspen? ¿Es el desarrollo de los megacontratistas
del Estado que se agenciaron todos los proyectos sobrevaluados y que aún nadie
sabe a ciencia cierta cuánto le costaron al pueblo dominicano? ¿Es el desarrollo de dar un desayuno escolar
con leche y panes bajos en nutrientes a los niños durante varios años y después
del escándalo aquí no pasó absolutamente nada? ¿Es el desarrollo de pagar millones y
millones de pesos a bocinas y a plumas mercenarias para sofocar el clamor
popular ante las barbaridades y actos de corrupción y decir que todo está bien
cuando realmente todo anda muy, pero muy mal?
¿Es el desarrollo de que cuando
se cambia de un gobierno a otro (aunque sean del mismo partido) y se deja adrede
un déficit fiscal astronómico que no se sabe justificar en las arcas del
Estado, no hay aquí poder político, judicial o ciudadano que pueda entender por
qué eso no es un crimen, y por qué sí lo es cuando un infeliz se roba una
gallina u hogaza de pan para darle de comer a sus hijos? ¿Es desarrollo el que algunos de nosotros o
un amigo o familiar no haya sido objeto de un asalto, una agresión o cualquier
otra barbaridad, y en donde a veces los implicados estén en las filas de las
autoridades del orden público? ¿Es
desarrollo que se haya instaurado en el breve lapso de más o menos quince a
diez años la industria del sicariato, la cual ha cegado la vida de decenas y
decenas de personas inocentes, en donde muchos de los implicados son individuos
que tienen condenas no cumplidas y están haciendo y deshaciendo libremente en
nuestras calles?
Sí,
amable lector, tal como comentábamos al comienzo, nos hemos efectivamente dormido
(o nos hemos dejado anestesiar con vacua retórica) y al despertarnos ya no nos
conocemos, es otro el país en el que vivimos, son otros los valores los enarbolados,
principalmente ese del dinero, el dinero fácil, lo hecho sin esfuerzo, de que
todo se circunscribe en el tener, en ostentar riquezas sin importar cómo se
consiguieron, en el saciar nuestra hambre a costillas del más tonto o el más
pobre, en otras palabras, del pueblo. Es
el valor del protagonismo fútil y sin mérito, sólo buscando prebendas
personales que lo hagan rico de la noche a la mañana; es el del parecer y no
ser, porque para ser hay que trabajar, hay que luchar, hay que ser cónsono con los
valores que han enarbolado los grandes hombres forjadores de los destinos de la
patria, y no de estos personajillos liliputienses que en base a una retórica
barata y pseudo-intelectual, engañan a las multitudes ignaras con un falso
liderazgo basado en la dádiva y la promesa electorera.
Dicen
que toda generación que envejece siempre ve con buenos ojos los tiempos pasados
aunque no hayan sido del todo buenos; tal vez sea verdad, tal vez la memoria se
tiña de la fantasía del recuerdo y la ilusión, de las cosas que no hicimos y
nos hubiese gustado realizar, y al adentrarnos por los últimos vericuetos de
ese verano de la vida llamado madurez, para así dar paso al inclemente otoño,
no dejamos de pensar en las cosas buenas que se fueron y que nunca volverán. Pienso en mi país, en mi ciudad, cuando era
una pequeña urbe repleta de árboles, frondosa, con pocos edificios altos, con
pocas cosas de impacto para un visitante que busque grandes experiencias
citadinas, pero sí para el que buscara la paz, la tranquilidad, la amistad y el
refugio para vivir una buena vida plena de humanidad, una humanidad que ya
nunca podremos rescatar.
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