Memoria esquiva o memoria de un demiurgo.
En una entrevista que leí hace algunos años, decía Julio Cortázar que la diferencia entre
la novela y el cuento es la misma que hay entre un árbol y una esfera, y esto es así, porque la
novela es una especie de tronco narrativo que se va ramificando como un árbol en torno a
complejas relaciones subyacentes en cuanto a la trama y los personajes, y la esfera, que es el
cuento, todas sus partes deben equidistar a la misma distancia de su centro, alegando que
cualquier elemento de más en la narración, cualquier deformación en la que ese sólido
desnaturalice su esencia, es decir, desproporcione su propósito de perfección, se convierte en otra
cosa menos en un cuento.
Y esa tan maravillosa definición de lo que es un cuento como figura geométrica perfecta
parangonable, quizás, a un axioma filosófico o silogismo matemático, es lo que podemos
apreciar en la cuentística de ese escritor esencial y meticuloso como lo es José Alcántara
Almánzar en toda su obra narrativa, quien junto a Juan Bosch y Virgilio Díaz Grullón, es la
triada cumbre de la narrativa breve de nuestro país (y porqué no, una de las más importantes de
la literatura hispanoamericana de todos los tiempos), y que en esta última entrega: “Memoria
esquiva”, recopilación de cuentos publicados hace algunos unos años en la revista Santo
Domingo Times en donde el escritor prestaba su colaboración, podemos advertir meridianamente
lo que debe ser ese fino mecanismo de relojería verbal que trasciende al propio virtuosismo
técnico, al explorar como pocos escritores contemporáneos ese esquivo y difícil género con el
escalpelo psicológico de quien conoce los insondables misterios y entresijos del alma humana,
cúmulo de historias disímiles que parten de circunstancias y personalidades en las antípodas unas
de otras; desde una otrora artista famosa convertida en ruina viviente, a la ingenua y accidentada
persecución de un individuo tras el amor de su vida en una guagua, pasando por la miseria y el
abandono de una vieja maestra de escuela, al asalto y violación de una pareja de amantes en un
lugar solitario, así como al vaticinio del fin del mundo de una pitonisa barrial, hasta culminar con
ese hombre que muere abruptamente en la calle mientras su espíritu se reúne con sus seres
queridos en el hogar, historias en la que su autor, insisto, como finísimo psicólogo, sabe hurgar a
la perfección en el alma de sus personajes para brindar a sus lectores una experiencia rica y
conmovedora como lo es la vida misma.
Alcántara Almánzar, como todos los grandes narradores al antes referido Cortázar, al
que se le podrían agregar a Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Monterroso, el inmortal Borges o los
grandes maestros del pasado como Chejov, Allan Poe o Maupassant, es de esos maestros que
enseñan a escribir, y a escribir con un gusto exquisito debido a su diafanidad estilística, a la más
que evidente gracia musical que posee intrínsecamente su prosa, tan rica y llena de matices, con
evocaciones a lo mejor de la gran tradición literaria universal pero sin desvincularse de su
universo personal y sus temas, al humanismo que destilan todos y cada uno de sus personajes,
siendo él un modelo de concisión, proporción dramática y estructural al que debe empeñarse
todo escritor que se precie de desarrollar una historia que busque desentrañar alma de las cosas
cual rico caleidoscopio de imágenes (literarias) que queden perennes en nuestra memoria para
hablarnos de frente sobre nuestra desconcertante condición humana.
El libro, además de la casi veintena de narraciones que lo componen, viene anexo de
varios inestimables ensayos breves en torno a la técnica del cuento, los gustos literarios, la ética
que mueve al escritor y sus motivaciones, brindando al lector interesado, así como al escritor en
ciernes el cómo se fraguan esas criaturas de la imaginación con el propósito de crear gran arte.
En fin, en su última colección de cuentos José Alcántara Almánzar pone de manifiesto
de manera excepcional lo dicho por el gran escritor argentino citado al principio, es decir, el
configurar objetos verbales bellos y perfectos, pequeños mundos que como arquetipos esté
contenido el universo entero, a lo que yo me atrevería a agregar, con el aderezo de la calidez y
humildad de quien sabe insuflar el genuino espíritu de la creación artística.
Vladimir Velázquez
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