RELATO EL FIN DEL MUNDO DEL LIBRO "DOMINICAN SPLENDORS" DEL AUTOR VLADIMIR VELÁZQUEZ

RELATO 
EL FIN DEL MUNDO
DEL LIBRO "DOMINICAN SPLENDORS"
DE VLADIMIR VELÁZQUEZ

 

 

Consternado por el horripilante suceso, el gentío corría de un lado para otro en la amplia avenida mientras miraba espantado lo que en ese momento ocurría en el cielo. Sin embargo, no parecías afectado ni advertías en absoluto nada, pues caminabas impávido entre el caótico torbellino de vehículos, personas, perros, gatos realengos y caballos que se atropellaban entre sí al huir despavoridos como corriente desbocada hacia un precipicio. Mas no aceleraste el paso y mantenías, no se sabe cómo, aquel ritmo firme pero calmado, totalmente cadencioso sin que se agitaran tus latidos ni respiración, y eso, a pesar de que sangrabas profusamente a un costado de tu pecho dejando una larga mancha en el pavimento, sin pretender en ese momento pedir ayuda ni escapar de nadie, ni siquiera quejarte de un dolor aún más hondo del que te producía tu propia herida, un intenso e insoportable dolor alojado justo en tus propios pensamientos obsesivos, pensamientos que nublaban tu mente sin importarte un comino si en ese momento un rayo intergaláctico te hubiese podido partir en dos.

 

Pese a que, en principio, querías gritar tu tragedia, vocearle al mundo desde el fondo de tu alma el dolor infinito que te oprimía las tripas y tus sesos a punto de estallar, saliste con vehemencia a buscar a alguien a quién contarle la razón de tu amargura, y en la medida que huías, te dabas cuenta que eso no tenía sentido; era más digno, más valiente, que te lo quedaras dentro, en el regazo de tu alma, tanto, que no te importaba seguir desangrándote sin buscar ayuda resistiendo como el buen machote que te creías ser, pues aquella sensación desagradable de quemazón punzante en las mismas entrañas de donde se te escapaba la vida, te había hecho tomar la razonable decisión de regurgitar ese sufrimiento hacia adentro, como un vómito reprimido hasta el ahogo; al fin y al cabo, para qué lo ibas a contar, ya no había vuelta atrás.

 

La gente corría frenética, se arremolinaba en estampida gritando acalorada y totalmente histérica en sentido contrario al tuyo, halándote con violencia para que los escucharas a ver si te convencían los siguieras hacia cualquier parte a donde se dirigían como demonios; pero tú lograste escabullirte al zafarte con no poco arte y esfuerzo de los incontables brazos y manos que te jalonaban estropeando aún más tu descuidado aspecto, solo prestando atención de seguir el camino ensimismado de tu pena, lejano a todo ese barullo de salvajes y de locos.

 

No advertiste, empero, las múltiples cosas raras que estaban ocurriendo a tu alrededor, aunque de soslayo miraras con indiferencia cómo un edificio era arrancado de cuajo de la acera de enfrente para salir volando por los aires como una bolsa de papel, o de la gente halada súbitamente del suelo —como ocurre con los muñequitos de la TV que tanto les gustaban a tus niños— al ser lanzada por una fuerza sobrehumana a la estratósfera, siendo chupada, engullida y achicharrada por grandes trombas de fuego huracanado que provenían de ese cielo absurdo y brumoso de películas catastróficas de ciencia ficción que todo lo hacía trizas y polvo, mientras cientos de hojas, ramas secas y árboles  enteros junto con rocas, vehículos de todo tamaño y cilindraje, animales y montones de toneladas de desperdicios y más desperdicios que parecían arremolinarse en grandes mareas y vórtices desde todas partes, eran absorbidos por esas enormes corrientes de gravitación invertida, que hacía que todo lo terrestre se cayera estrepitosamente hacia arriba.


Pero nada de eso te intimidó, pues seguías dando tus pasos con la mano presionada fuertemente en la herida, y veías la totalidad de la destrucción como en un sueño, como en una de esas prodigiosas alucinaciones después de una olímpica borrachera de las que tanto te jactabas, acompañada del consumo de todo tipo de drogas y de frenético sexo violento hasta el amanecer, y horas después, extenuado por el cansancio, totalmente hecho añicos por el vicioso desenfreno del cuerpo, de ese agotador sueño te despiertas en una especie de sopor alucinante, un duermevela habitado de imágenes estrafalarias aún vívidas, presentes, en la que todo te parece verdad y nada lo es.

 

            En ese estado viste a ancianos vulnerables cogidos de las manos cual garras y tenazas estremecidos por el dolor y el sufrimiento más profundos; a multitud de madres protegiendo en medio de bárbaros alaridos a sus pobres criaturas, quienes a su vez, prorrumpiendo en frenéticos lamentos, se acurrucaban con todas las fuerzas al calor de sus regazos a fin de asirse a los orígenes de sus propias existencias; todos ellos tratando de mantenerse unidos precariamente como podían a las pocas cosas que estaban levemente sujetas al piso: un arbusto, uno que otro banco destrozado, algún poste de luz aún sin quebrantarse.

 

Y tras el continuo estertor de las víctimas, se puso en evidencia al apocalíptico responsable de la barbarie: un descomunal astro negro que en ese momento engullía la totalidad del planeta y de cuyos resquicios de calamidad manaban amplias carreteras de magma y azufre a modo de venas abiertas de donde refulgían enceguecedores relámpagos espasmódicos de sofocados corazones de fuego, todos expeliendo un nauseabundo hedor a cadáver rancio, hálito frecuente de la muerte que, cruzando el firmamento, se metía como ácido corrosivo hasta por los poros, mientras el crujido estremecedor de su centro ígneo, cual grito cósmico del horror, proyectaba su monótono sonido chillón y hueco que ahogaba con su estridencia los lamentos por do- quier de quienes eran finalmente tragados o se resistían a perecer.

 

Pero tú —¡oh tú!—, prestabas poquísima atención a cuanto acontecía y caminabas directo hacia el único lugar que veías estaba todavía en pie, una pequeña y plácida casita otrora muy bien conocida por ti en medio de toda aquella desolación. Te acercaste con cautela a una de sus ventanas y, despacio, muy despacio, viste algunas cosas que no debiste ver, algunas figuras difusas, como celajes que luego tomaron nítido perfil, y te diste cuenta al momento que tu mirada se acostumbraba a la débil luz interior, que esas figuras te eran familiares, demasiado familiares, y las ibas reconociendo una a una por sus nombres mientras jugueteaban y sonreían con ternura, porque «ellas», eso sí pudiste notarlo, eran «inmensamente felices», y lo eran, ya lo sabes, porque estaban lejos de ti.

 

En ese justo instante lo entendiste todo, comprendiste el porqué de la destrucción de tu entorno, de tu hogar, de tu barrio, de tu país, de toda la naturaleza y hasta del planeta entero, pues la sangre que aún manaba de tu cuerpo dejando una larga estela de horror y desdichas, era además de la tuya, la sangre de los seres que más amaste.


 

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