La XXVIII Bienal Nacional de Artes Visuales.

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La XXVIII Bienal Nacional: unas van de cal y otras de arena.
                                                                                              Por Vladimir Velázquez.

            En estos días ha quedado inaugurada la XXVIII Bienal Nacional de Artes Visuales, y la misma ha concitado gran entusiasmo por parte de muchos que ya no albergaban fe en el evento, a la vez que un acérrimo rechazo por parte de quienes siempre encontraron en ella un refugio en donde articular sus ideologías estéticas en boga para trasplantarlas a la fuerza en estos lares, pero que en el actual montaje, después de severos cuestionamientos críticos y no poca discusión, se ha logrado una exhibición equilibrada (sin los excesos de vulgaridad parafílica a la que la fueron adentrando) y muy nutrida de valores emergentes, la cual de manera fehaciente deja entrever los yerros de toda laya cometidos en las ediciones anteriores, y muy en particular, de la recién pasada edición, a saber, la XXVII Bienal.

            Como queda consignado en el título de este comentario, creo que para ser justos (y estas son las de arena) hay que felicitar a todas las personalidades implicadas en la organización de actual evento, tanto al comité organizador de la Bienal Nacional, así como a todos los miembros del Museo de Arte Moderno (MAM), principalmente a su directora, la licenciada María Elena Ditrén, en el cual, por lo que se ha podido apreciar por nosotros, el público, quienes en general hemos tenido la dicha de visitar ese digno recinto de la cultura, ha habido de veras un trabajo arduo y concienzudo de selección y depuración de las obras a exhibir (habiendo una que otra pecata minuta colada como la horrible instalación del baño de la tercera planta), mostrando el conjunto de piezas artísticas allí exhibidas el rico bagaje del arte contemporáneo dominicano, con sus reminiscencias, desde luego, de lo que se hace a nivel internacional, pero sin llegar, y esto hay que señalarlo, al plagio flagrante y abusivo como ha ocurrido penosamente en el pasado reciente.

            Ahora bien, siendo coherentes con lo que ha sido nuestra posición crítica desde hace muchos años hasta el presente, y habiendo encontrado como señalé anteriormente innegables méritos en esta bienal, debo decir, a fin de ser sincero no sólo con quienes comparto este texto sino conmigo mismo, que la principal función de un concurso de esta naturaleza no es sólo como tanto se cacarea, es decir, el de hacer simplemente un diagnóstico de cómo va el arte nacional, como el de sí buscar y reconocer por todos los medios posibles la excelencia, léase bien y con mayúscula: “LA EXCELENCIA”, no importa el lenguaje visual que se aborde (ya sea tradicional o de vanguardia), no importa el tema, la técnica o la ideología del artista creador, sino la calidad intrínseca de la obra en sí, porque a final de cuentas lo único que quedará después que pasen los ruidos de las premiaciones, las críticas favorables o no y demás ditirambos a unas y otras vedettes de turno, es la obra de arte,  esa huella imborrable y trascendente del paso del artista creador por la tierra y que será apreciada por otras generaciones a través de los siglos, en otras palabras, la obra parida con oficio y sacrificio por parte de su autor, aquella que nos enseña a los mortales a explorar un mundo insondable e infinito para hacernos mejores personas (porque para mí, quien goza del gran arte en todas sus manifestaciones, se deleita más con la vida y se hace un mejor ser humano).

            Y en este momento, amable lector, después de haber perorado un poco (espero que no se hayan cansado), vienen las de cal, no queriendo extenderme mucho en el tema de la bienal en sí misma, pues ya habrá otros comentarios en los que expondré mi parecer en tal sentido (hay que seguir visitándola para hacerse un juicio bien acabado), para continuar con la idea expresada en el párrafo anterior, en la cual debo señalar que en esta edición, a pesar de todo lo dicho, se cometió un crimen cuasi sacrílego, algo que por mucho que me lo expliquen o teoricen aún no lo entiendo (ni lo entenderé); una barbaridad de esas que hacen pensar en lo que denominaba la pensadora judeo-alemana Hanna Arendt de “la banalidad del mal” (porque no creo que la omisión se deba a un olvido inoportuno, sino a una bellaquería de las que es tan proclive nuestro “patio”), porque no me queda otra explicación, y es que cuando evidentemente había una obra a años luz por sobre todas las restantes, la cual no sólo brillaba con refulgente luminosidad, sino es la que exhibe el más alto nivel técnico, conceptual y estético, se haya soslayado en las premiaciones como si fuera un tareco del montón.   Tal cosa sucedió, desde mi muy humilde punto de vista, con una pieza que considero fundamental, una obra maestra de la pintura dominicana y cuyo autor, Dustin Muñoz, se yergue al nivel de los grandes de la pintura dominicana de todos los tiempos; se trata del monumental  tríptico: “Signos de inseguridad”.

            Debo decir con toda la franqueza y seriedad que creo me caracteriza, que pocas veces me he inclinado reverente y  de manera respetuosa ante una pieza de tal calibre, no sólo por el tema abordado que nos excede a los ciudadanos de este país (aunque ello se puede extrapolar a cualquier latitud del mundo, porque la violencia es la moneda corriente de la contemporaneidad), sino por la belleza poética y ontológica de la pintura en sí, tratada de tal manera que parece un fragmento congelado de un sueño; es como si su autor hubiese hurgado en las más recónditas zonas del inconsciente colectivo, ese universo ignoto del que tanto hablaba Jung y es la fuente primigenia de todo arte y cultura, y nos lo mostrase para vernos reflejados en él, para reflexionar de nuestra terrible condición humana, para sentirnos partícipes de un mundo que día a día se engulle así mismo, dejando resabios de frustración, miedo, odios incontenibles y esperanzas mustias.  Todo ello está evocado en esa pieza magistral con una técnica, desde mi punto de vista, que ya no guarda ningún secreto para su autor, quien desde ya descuella como uno de los grandes artistas plásticos y también pensadores de este país, y para quien suscribe es un grandísimo honor y orgullo estar presente en esta época coexistiendo con uno de los más excelsos creadores del firmamento artístico nacional que, en breve, y no lo duden, será universal.


            Sé que hay muchas obras de excelentes que merecían reconocimiento en esta bienal, y de las piezas premiadas hay algunas irreprochables, pero afirmo categóricamente que con este talentoso y polifacético artista nacional, Dustin Muñoz, se ha cometido una injusticia totalmente imperdonable (como la que se cometió recientemente en el concurso del agua patrocinado por INAPA), la cual espero, o esperamos muchos de los que nos consideramos personas conscientes, que sea resarcida, aunque sea parcialmente, con el premio del público.  

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